Los cuatro años que han transcurrido desde octubre de 2019 parecen haber sido necesarios para poder empezar a establecer un balance, aunque sea provisorio, respecto de uno de los acontecimientos más controvertidos y de difícil interpretación que hemos vivido en nuestro pasado reciente. Cabe la necesidad de objetivar la mirada, para que el conjunto de los actores políticos y sociales involucrados podamos remitirnos a un análisis que nos permita navegar en tiempos de polarización. Comparto algunos criterios que creo que son ineludibles.
Viene siendo hora de reconocer, sin ambigüedades ni relativizaciones, que el país venía arrastrando largas y profundas tensiones sociales, acumuladas por décadas de disfuncionalidad política y graves carencias institucionales. Se fue agotando una ecuación en la que el esfuerzo no se percibe acorde con el ingreso, y la promesa de la integración vía crédito y consumo no expresa equivalencia con los mecanismos de reconocimiento y representación. No se puede proponer un balance consistente sin establecer como línea de base el carácter magmático y agregativo de esos antecedentes.
Sin ese diagnóstico de entrada, respaldado por los más sólidos estudios académicos y el consenso entrecruzado en las ciencias sociales, la causa misma del estallido se denigra, entre las más estrafalarias teorías del complot o los intentos exculpatorios, como la hipótesis del “golpe de Estado no convencional” que nos propone el expresidente Piñera.
Si bien ese es el punto de partida necesario, no basta para valorar todo el fenómeno. No cabe ninguna forma de debate esencialista. Se debe revisar la distinción entre “entender” –explicar problemas o cuestiones ajenas a sí– y “comprender” –interpretar dinámicas en las que se es parte interesada–. Si bien octubre no se puede entender sin la subjetividad de las carencias y el sentido de abuso acumulado, ello no basta para comprender todas las dinámicas que se desataron.
Una simplificación monocausal del diagnóstico puede llevar a ocultar otras variables, motivaciones y fuerzas que jugaron un papel relevante: el rol del narco entre bastidores, la fetichización y estetización de la violencia social, el carácter gregario y abigarrado de las multitudes, el sentido irreflexivo de las pulsiones generadas a partir de los discursos emotivistas e impulsivos que acompañaron las manifestaciones.
Por supuesto, ese diagnóstico no queda completo sin establecer la ineludible responsabilidad del Gobierno de Sebastián Piñera, al que cabe reprochar incontables errores en la gestación política de la crisis. Equivocaciones que llevaron a encender la chispa del proceso, luego condujeron a escalar el conflicto y, finalmente, lo cronificaron. En el fondo de esa dinámica latía un intento por evadir sus crecientes fallos, negar su confusión y, por qué no decirlo, una evidente mala fe al tratar de resolver por la vía represiva un proceso que exigía autocrítica y prudencia.
Esos errores de juicio inicial se convirtieron a poco andar en crímenes de Estado, en tanto se masificó el uso excesivo, irregular e indiscriminado de la fuerza policial, desconociendo los límites en contención del orden público y la persecución del delito. Estos actos generalizados se realizaron contra una gran cantidad de víctimas civiles a las que se identificó como un “enemigo interno” y fueron realizados de forma sistemática, ya que presupusieron un acuerdo, un plan o una política preconcebida, que permitió su reiteración a escala masiva bajo distintas formas de violación a los derechos humanos. Además del empleo arbitrario o abusivo de la fuerza, incluyendo armas de fuego, se deben recordar los procesos de ensañamiento judicial, estigmatización pública y abuso sexual constatados en el período.
Es innegable que las manifestaciones de octubre fueron mucho más que tumultos callejeros, disturbios o saqueos. Implicaron también a cientos de miles de personas en manifestaciones pacíficas, mediante expresiones performáticas plenamente legítimas, pero el componente vandálico sin duda fue muy intenso y persistente. Cabía la necesidad de control y acción policial de forma ineludible.
Lo que no se puede aceptar es que, en razón de ese deber, se haya buscado limitar gravemente o prohibir el ejercicio del derecho a la movilización, a la protesta, a la libertad de expresión y organización, entre otros derechos afectados en el momento. Esa dinámica prohibitiva, expresada en el recurso al Estado de Emergencia y su consecuente militarización, lejos de disminuir las dinámicas vandálicas las incentivó y acrecentó de forma exponencial.
Ello tampoco puede ser razón para avalar o legitimar el vandalismo irracional que se desató en ese momento, ni ver en su despliegue un mero recurso de autodefensa. A la vez que existen límites y criterios de proporcionalidad en la persecución del delito para las policías, también es innegable que el derecho de manifestación debe adecuarse a criterios de protección del derecho a la vida, la libertad y la seguridad de las personas. Esta dinámica exige que el conjunto de la sociedad evite confundir la manifestación de la discrepancia con formas de violencia instigada por líderes que carecen de escrúpulos y que apelan oportunistamente a los peores instintos. Es fundamental asumir que nunca se puede permitir la banalización de comportamientos incívicos e inaceptables, por más “populares” que sean.
La experiencia de octubre debería a ayudarnos a entender que no se debe despreciar la ley en nombre de la democracia, ni tampoco a despreciar la democracia en nombre de la ley. Esta dinámica es la que de alguna forma fracturó la sociedad, expulsando de la calle a quienes buscaban masificar demandas sociales altamente legítimas y dejando en ella a quienes naturalizaron el uso de la fuerza de forma patológica.
Las más excluidas fueron las mujeres y sus organizaciones, proscritas entre la hostilidad policial y la brutalidad de una masa callejera cada vez más testosterónica. La forma en que se generó esa dialéctica perversa debería ser objeto de serias investigaciones y análisis, tanto desde la academia como desde los organismos a cargo del orden público, para construir garantías de no repetición y prevenir nuevas formas de conflicto.
Es evidente que las causas de octubre siguen abiertas. No se ha logrado relegitimar el Estado de derecho establecido por la Constitución, la debilidad de sus instituciones y la falta de efectividad de sus procedimientos. La frágil calma que se vive en el Chile actual ha sido fruto de un enorme esfuerzo, que debe mucho a la acción conjunta de fuerzas sociales, políticas e institucionales muy diversas.
Pero nos engañaríamos si concluyéramos que se han modificado las variables de entrada que nos condujeron a octubre. Y lo más grave, todo indica que, tal como van las cosas en el Consejo Constitucional, no tendremos en breve plazo una Constitución que logre responder a estos desafíos. Lo único que queda es seguir apelando a la responsabilidad compartida para administrar la contingencia. Pobre balance y preocupante vaticinio. (El Mostrador)
Álvaro Ramis