Muchos países llegan al nivel de desarrollo actual de Chile, llamado de los “ingresos medios”, y quedan atrapados en su trampa. Y son muy pocas las naciones que logran construir sociedades seguras, prósperas e inclusivas, donde la población pueda satisfacer adecuadamente sus necesidades básicas. Un requisito indispensable para evitar el estancamiento es que exista una adhesión mayoritaria a ciertas materias decisivas, relacionadas con la organización del conflicto y la cooperación, y muy especialmente respecto de los métodos, prácticas, instituciones y procedimientos que el conjunto de la sociedad legitima para resolver las discrepancias, demarcando el grado de disenso permisible en una democracia.
Los obstáculos para alcanzar la meta del desarrollo y consolidar la democracia son múltiples, pero hay uno que es de la máxima relevancia. Este se refiere precisamente a la falta de conciencia respecto de cuál es el grado de conflictividad permisible en el juego democrático. Se está produciendo una creciente brecha entre, por una parte, una población claramente moderada, reacia a la agudización de las divergencias y partidaria de los grandes acuerdos, y, por la otra, una élite ideológicamente polarizada que se rehúsa a alcanzar un entendimiento mínimo para realizar las reformas necesarias para el progreso.
La moderación de la población ha quedado reflejada no solo en los últimos estudios de opinión, sino especialmente en el rechazo a los dos proyectos constitucionales, en los cuales primó la confrontación por sobre la búsqueda de una verdadera cooperación basada en consensos mínimos.
La polarización —que desgraciadamente ya no se limita a los partidos antisistémicos refundacionales, sino que parece haber contaminado a sectores de centroderecha— ha quedado patente en la acusación constitucional contra la ministra del Interior presentada por el Partido Republicano y, peor aún, en el intento (felizmente frustrado por su directiva) de algunos diputados de Renovación Nacional de acusar al propio Presidente de la República. ¿Alguien puede creer que sería conveniente o que la población querría llegar a una situación en que se destituya al primer mandatario, creando una nueva y grave inestabilidad institucional? ¿No fue esa iniciativa, tendiente a derrocar por esta vía al Presidente Piñera, el más nefasto precedente, universalmente reprochado, excepto por la izquierda radical que lo promovió? Es indudable que la situación de inseguridad del país ha superado los límites tolerables y que una acusación constitucional es una medida legítima pero de ultima ratio que, tal como fue sugerido por la comisión de expertos, debería siempre ser precedida por una interpelación en el Congreso, en la cual los ministros pudieran hacer sus descargos.
Es más, en el caso de la acusación constitucional en contra de la ministra Tohá, esta no contribuye en nada a solucionar los problemas de seguridad del país. Del mismo modo, la introducción extemporánea de severas críticas al gobierno anterior por temas de seguridad pública parece reflejar más el interés de sus autores por diferenciarse de Chile Vamos y crear una identidad propia más confrontacional que reditúe beneficios en la próxima elección, antes que colaborar con sectores afines. Tampoco aumenta la posibilidad de que quienes gobernaron con el Presidente Piñera estén dispuestos a otorgar su aprobación a dicho texto.
Para que la democracia funcione hay que evitar que las discrepancias se transformen en irreconciliables, y las élites políticas deben valorar la tolerancia, la capacidad para llegar a transacciones y acuerdos, aceptar la legitimidad de la discrepancia y de la diversidad, y aislar a quienes quieren imponer sus proyectos globalizantes desde perspectivas teóricas inamovibles. (El Mercurio)
Lucía Santa Cruz