Está más o menos aceptado ahora que el sistema de financiamiento de la educación superior mediante créditos, el CAE en Chile, padece de algunos defectos de diseño. De ahí el acuerdo casi general sobre la necesidad de una reforma. Pero, ¿qué tipo de reforma? Con el FES, el Gobierno propone un cambio bastante profundo. La comentamos aquí.
Los problemas detectados en el CAE se deben todos a incentivos mal orientados. Son cuatro:
1. Los préstamos de los bancos están totalmente garantizados por el Estado. Como resultado, ellos no son diligentes en monitorear la capacidad de pago de los estudiantes y en recaudar fondos si el prestatario incumple. Tampoco vigilan el uso de los créditos que indirectamente van a las universidades. Sin embargo, estos son servicios que normalmente se espera de ellos.
2. Todo crédito conlleva un riesgo. Pero en el caso del CAE, el estudiante (o su familia) no está realmente en condiciones de medirlo: es remoto y es fácil sobreestimar la propia capacidad de reembolsarlo. Aún más, este riesgo no depende únicamente del comportamiento futuro de la persona: una recesión, un repunte de la inflación o una quiebra de la empresa pueden afectar la capacidad de reembolso e incluso el valor del «capital humano».
En Chile, este riesgo ha aumentado desde hace unos quince años, debido a la disminución del «retorno» de la educación superior como consecuencia de un menor crecimiento económico y, paradójicamente, de la generalización de esta educación. En efecto, ahora hay cada vez más personas bien formadas, de modo que la prima que confiere haber estudiado está cayendo por el simple juego de la competencia. Este fenómeno ha sido bien documentado por la Premio Nobel Claudia Goldin y su colega Lawrence Katz.
3. El crédito estudiantil es una fuente de financiamiento de las universidades demasiado «fácil», por decirlo así, ya que no son ellas las que están endeudadas y sus “clientes” han decidido cursar estudios superiores de todas maneras. Y el “mercado universitario” no funciona realmente mediante la competencia por aranceles.
Por lo tanto, está provocando una fuerte inflación de los costos universitarios y, entonces, del endeudamiento. Eso se verifica en EE.UU. y Reino Unido, los únicos países importantes que han adoptado un préstamo estudiantil de tipo CAE.
4. Por último, el endeudado se siente tentado a no reembolsar aunque lo podría, si percibe un clima político favorable a la condonación.
Dos cambios importantes
El proyecto FES del Gobierno intenta abordar estas fallas con dos cambios simples pero radicales:
- Se suprime la intermediación bancaria, ya que el servicio que prestan tiene poco utilidad.
- El financiamiento de los estudiantes ya no se estructura en forma de préstamos, es decir, con reembolsos predeterminados e independientes de los ingresos futuros. Con el FES, está «postdeterminada» y depende de los ingresos futuros.
Hacemos aquí una comparación con el mundo empresarial. Cuando una empresa tiene estables perspectivas de crecimiento, con buena rentabilidad, se recomienda un financiamiento por deuda. Pero cuando el riesgo es mayor, conviene optar por un financiamiento por acciones. El acreedor (el accionista) será «reembolsado» en función de los resultados de la empresa, poco si son mediocres, mucho si son buenos.
Pues bien, aquí el estudiante es como una empresa: a través del FES, el Estado que lo financia ya no es acreedor por deuda sino que está en posición de accionista. Recibe más o menos en función de los ingresos futuros del estudiante, de forma flexible, sin temer el costo de la morosidad si la persona no reembolsa, como ocurre hoy a un nivel muy elevado con el CAE. Y con el dinero recaudado, se pueden financiar las universidades.
Como vemos, el concepto es muy sólido desde el punto de vista financiero.
¿Qué hay de su aplicación práctica?
Algunos piensan que el principio de gratuidad se está llevando demasiado lejos, al riesgo que los estudiantes no tienen la motivación de terminar rápida y eficientemente sus estudios. Otro incentivo sesgado. Proponen mantener un copago, incluso de monto reducido, junto con un sistema de becas para ingresos modestos.
Una crítica más importante se refiere a la posible vulneración de la autonomía universitaria. Harald Beyer, exministro de Educación o Sylvia Eyzaguirre, investigadora del CEP, lo expresan en forma rotunda. No están cuestionando la autonomía desde el punto de vista educativo, sino el hecho de que el Estado sea ahora el financiador directo. Volvemos al sistema de los aranceles regulados y, por tanto, a una norma uniforme que a menudo tiene poco en cuenta las características específicas de cada universidad y es sospechosa de restringir o ampliar el acceso a los fondos según la prioridad política del momento.
Esto debe ser discutido en detalle por los especialistas, pero hemos visto anteriormente que el CAE tiene el defecto contrario: abre demasiado fácilmente la puerta al financiamiento y es inflacionario, a expensas del Estado en última instancia.
Existe hoy un amplio acuerdo en que el servicio educativo superior no es un mercado como cualquier otro y que no podemos prescindir, especialmente en un país de ingresos medios como Chile, de una regulación que limite el gasto. El CAE no es el freno adecuado.
Una última crítica se refiere a la forma de financiamiento público y al grado de solidaridad que implica. De hecho, uno se pregunta por qué el Estado no financia este esfuerzo mediante impuestos normales y por qué opta por este objeto híbrido que es el FES, ni crédito ni impuesto.
Dejo de lado el aspecto de táctica política ante la dificultad de hacer aprobar nuevos impuestos y me centro en la cuestión de justicia que se plantea. Si el Estado financia mediante impuestos generales, se produciría –dicen en particular los partidarios del CAE– una transferencia injusta de recursos de personas que no tienen acceso a la enseñanza superior, en beneficio de personas que de todas formas ganarán mucho más en el futuro gracias a sus estudios.
El argumento es frágil, como sabemos, porque olvida que estas personas, debido a sus mayores ingresos, pagarán proporcionalmente más impuestos en el futuro. Si hay un problema aquí, puede ser el grado de progresividad del impuesto, pero no el instrumento mismo del impuesto.
En cualquier caso, la solidaridad aquí es global: es la nación en su conjunto la que contribuye a la educación superior de sus hijos, como lo hace –o debería hacer– para la educación primaria y secundaria. Esto tiene en cuenta el carácter de bien público de la educación, que beneficia al país y a su crecimiento y, por tanto, indirectamente a todos.
El FES es diferente. Reduce el espacio de solidaridad a quienes reciben educación superior. Se ejerce entre aquellos que tendrán éxito profesional o que tienen la posibilidad y la habilidad de trabajar en sectores económicos boyantes (por ejemplo, el informático de la IA actual) y los demás (por ejemplo, el profesor de secundaria), cuyo valor de mercado es menor pero cuyo valor social es igual de importante.
El grado de solidaridad aceptable en la sociedad es un asunto político, tanto en principio como en viabilidad práctica. ¿Quizás apuntamos demasiado alto al querer solidaridad nacional a través de los impuestos, lo que justificaría confiar en el FES como una medida intermedia más realista? Un FES que en cualquier caso nos permita salir de este impasse en el que se ha convertido el CAE. La propuesta merece discusión. (El Mostrador)
François Meunier
Economista, Profesor de finanzas (ENSAE – Paris)