El 7 de octubre se cumplirá un año desde la bárbara incursión de los militantes de Hamas en las fronteras reconocidas de Israel. Ese día, los militantes islamistas lanzaron miles de cohetes desde la Franja de Gaza e incursionaron en territorio israelí asaltando el kibutz Kfar Aza, violando y asesinando a mujeres, niños y ancianos y destruyendo sus hogares. Al mismo tiempo irrumpieron en un concierto por la paz que se realizaba en el desierto de Neguev, asesinando a cientos de chicas y chicos que no entendían qué estaba pasando.
El saldo del infame ataque fue de más de 1.200 judíos asesinados y cerca de 250 secuestrados, y, sobre todo, el inicio de una confrontación armada que ha costado la vida de miles de palestinos y la destrucción de la Franja de Gaza, amén de la extensión de los enfrentamientos en la frontera de Israel y el Líbano, lo que ya se extiende por un año y amenaza con convertir a todo el Medio Oriente en un polvorín. En los últimos días, el ataque con misiles de Teherán sobre Israel amplifica el conflicto armado más allá de la ribera mediterránea, y alcanzará próximamente las profundidades del mundo persa.
La cruel y devastadora incursión de Hamas fue realizada con sádico encono, buscando maximizar el número de víctimas y exponiendo a través de videos y fotografías en las redes sociales la humillación de sus víctimas, especialmente mujeres jóvenes. La población palestina de Gaza se sumó alegremente a la orgía mientras los militantes exponían los cuerpos de sus víctimas en las calles, en una suerte de espectáculo medieval de bajas pasiones. Pero no solo Hamas y la población de Gaza expusieron su sed de muerte, sino también sus socios de Hezbolá, quienes iniciaron inmediatamente ataques “solidarios” en la frontera norte de Israel con el siempre generoso auspicio iraní. Su solidaridad se está saldando con la muerte de prácticamente toda su cúpula política y militar y la incursión de tropas en territorio libanés.
Mas allá del objetivo político de Hamas, que no era otro que intentar hacer imposible la normalización de las relaciones de Israel con Arabia Saudita, como han dicho muchos editorialistas, el 7 de octubre Hamas traspasó una línea roja: su acción no tuvo mínimos morales y forzó con notable eficacia al mundo palestino y a la izquierda occidental a romper sus propias restricciones éticas, obligando también a Israel a lanzar una ofensiva aniquiladora en la Franja de Gaza, aun al costo de afectar sus valores y su propia imagen en el mundo.
Hamas instaló la mentalidad radical, cruel y fanatizada de ISIS en el movimiento palestino. Lo que no se sabía —y la apuesta parece estar funcionando— es qué consecuencias tendría esta variante para seguir contando con la comprensión y solidaridad de la izquierda de Occidente. Al abrazar un inmoralismo radical, Hamas ha invitado a sus partidarios en Occidente a reescribir su propia moralidad, a disculpar o abrazar acciones que antes rechazaban, a transgredir sus propios principios. Hamas, de este modo, obtuvo la legitimidad necesaria para un terrorismo despiadado, que antes no tenía.
La izquierda occidental, al solidarizar con Hamas, al seguir a Hamas y al islamismo radical en la oscuridad, se aleja cada día más de su tradición humanista y racionalista. Hamas, con extrema crueldad, ha asfixiado cualquier posibilidad política de solución a “la cuestión palestina”; para ellos solo queda en pie la agenda radical de destrucción de Israel y “echar a los judíos al mar”. Ya hemos visto, a lo largo de este año, cómo los aliados de Hamas se disponen a excusar cualquier acción contra Israel, incluido el bombardeo de Irán sobre Tel Aviv.
Por su parte, Israel, con un gobierno que ampara a sectores supremacistas y a nacionalistas extremistas, tampoco puede escapar a este dilema, y las posibilidades de una gestión política razonable de la crisis parecen escaparse de las manos. El pesado lenguaje de la guerra se ha impuesto. Las agencias informativas occidentales parecen no haberlo comprendido aún.
Así las cosas, el 7 de octubre entró en la historia humana como el despliegue de una nueva cultura de la muerte, una forma renovada de fascismo impulsada por el fundamentalismo islámico, pero que acecha por todo el orbe, un antisemitismo avalado por el “nuevo progresismo” del que nuestro Presidente no ha sido ajeno.
Ricardo Brodsky