De acuerdo al diccionario, “inocular” significa introducir en el organismo por medios artificiales el virus o la bacteria de una enfermedad contagiosa. Utilizo este concepto para intentar graficar de la forma más certera posible lo que ocurre con el Estado cuando las redes del narcotráfico comienzan a instalar sus tentáculos en el sistema institucional de un determinado país.
Me atrevo a afirmar que no existe mayor daño para cualquier nación que el crimen organizado se instale en el aparato público y, desde ahí, opere con el propósito de extender sus redes y obtener protección para actuar con impunidad. Se trata de un fenómeno muy complejo, porque es difícil de prevenir y detectar, y una vez que permea los controles institucionales cuesta demasiado desmantelar su engranaje.
Al contrario, se va formando una narcocultura que, como una gruesa capa de óxido, va carcomiendo progresivamente el marco normativo sobre el cual se erigen las entidades públicas, dejándolas a merced de las bandas delictuales que se dedican al tráfico de drogas.
En la región, México es uno de los casos más nítidos de cómo este flagelo, cuando se desencadena, se termina expandiendo sin control en el entramado institucional, hasta el extremo de desconfigurar el Estado y despojarlo de sus funciones. Un escenario de ese tipo no solo hace estériles los esfuerzos por combatir el problema, sino que deja como trágico saldo una estela de muerte, temor y desconfianza.
Según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía del país del norte, desde el 2011 a la fecha, la cifra de homicidios se ubica en un promedio que supera las 20 mil personas por año, alcanzando su máxima expresión precisamente ese año, en que se registraron 27 mil asesinatos, muchos de ellos vinculados al narcotráfico. Y este año que termina ha sido uno de los más violentos de las últimas dos décadas.
A estas trágicas cifras, cabe agregar los millonarios gastos que debe desembolsar ese país para combatir al crimen organizado, y así intentar frenar su avance, sin que ello se traduzca en resultados efectivos.
Chile afortunadamente ha estado libre de este grave problema. Sin embargo, las primeras luces de alerta se encendieron recientemente con la denuncia realizada a partir de una investigación periodística en la que se vincula a miembros de una banda de narcotraficantes con el municipio de San Ramón, que encabeza el alcalde PS Miguel Ángel Aguilera.
Es una causa de la que nos hicimos parte a través de una querella que presentamos como partido contra la máxima autoridad comunal por los eventuales ilícitos de fraude al fisco y delito funcionario. Como lo señalé en su momento, este es un asunto de la máxima gravedad, por los efectos nocivos e irreversibles que puede tener para nuestro sistema democrático. El propio Fiscal Nacional, Jorge Abbott, calificó este hecho como “grave” y “sin precedentes”.
Por lo mismo, no vamos a descansar hasta que se agoten todas las instancias de la investigación y se esclarezcan los vínculos entre funcionarios municipales y los miembros de esta banda de narcotraficantes y, en caso que se determinen situaciones irregulares, se sancione a los involucrados.
No podemos permitir, como se ha esbozado en algunas notas de prensa publicadas por El Mostrador, que este episodio se diluya y quede en nada. Si como sociedad no enviamos una señal potente de que vamos a disponer de todas las herramientas para atajar este tipo de situaciones, luego será muy tarde para frenar su propagación.
Hoy fue un municipio, pero mañana pueden ser las instituciones policiales o el sistema judicial los que se vean enfrentados a un problema similar. Y si ello llega a ocurrir, estaremos en serios problemas como país.
En la UDI confiamos en el accionar del Ministerio Público y del fiscal a cargo del caso, con quien nos hemos reunido para conocer los avances de la indagatoria y solicitar nuevas diligencias. Esperamos que en el corto plazo haya resultados efectivos que nos permitan poner cortapisas a este mal que se pretende inocular en nuestras instituciones. (El Mostrador)
Pablo Terrazas