No padezco problemas existenciales con el lucro, pero mi experiencia en cargos directivos en una universidad me lleva a valorar su prohibición en ellas. En este tipo de instituciones la reputación es su principal activo, el cual solo puede construirse a lo largo del tiempo, asociado a sólidas comunidades académicas. Tales comunidades deben sentirse no solo partes del proyecto, sino el proyecto en sí, lo que exige su intervención en decisiones que en otra entidad quedarían entregadas exclusivamente al dueño o la administración. Muchas veces las opciones que hay que tomar son complejas y hasta dolorosas, pudiendo significar el cierre de carreras o el despido de funcionarios. Si en tales decisiones se encontrara merodeando el fantasma del lucro, sería muy difícil justificarlas y lograr su aceptación. Sin la intervención de esas comunidades, la alternativa sería la imposición de la autoridad, lo que atenta contra la idea misma de universidad. Naturalmente, nada de lo dicho significa que tengan operar como una democracia, pero sí que las determinaciones deban gozar de la legitimidad que sólo otorgan las razones académicas y no los meros intereses económicos de un controlador.
Pero naturalmente la ausencia de lucro no basta para que tengamos las universidades que queremos. De partida, los objetivos de un controlador pueden no tener carácter económico e igualmente atentar contra el proyecto universitario. Nada asegura tampoco que las universidades que no lucren destinen efectivamente sus ingresos a entregar una educación de calidad. Es de sobra conocido que hay muchas vías para obtener recursos de una institución, aunque esta sea sin fines de lucro, pues las personas naturales sí buscan lucrar y suelen mostrarse sumamente creativas a la hora de hacerlo. No es necesario entonces recurrir a los burdos sistemas ideados en los últimos años por controladores de ciertas universidades para extraer utilidades, basta con otros más simples asociados a sueldos, bonos u otros beneficios superiores a los de mercado. E incluso aunque ello no suceda, una mala administración bien puede llevar a que los recursos se desperdicien y no redunden en buenos programas. De hecho, una de las cosas que llama la atención en Chile es que las universidades más caras no son necesariamente las con fines de lucro y que muchas de las que efectivamente no lucran son de una calidad inferior a otras que sí lo hacen.
La nueva ley dedica muchos esfuerzos en regular controladores y las juntas directivas, pero dice muy poco respecto a la administración cotidiana de las universidades, que en muchos casos es la que realmente ejerce el poder, además de tender a eternizarse. Para garantizar que los recursos que reciben las universidades sean bien utilizados se requiere de un sistema de gobierno universitario que empodere a las comunidades académicas y establezca exigentes niveles de transparencia activa y pasiva que permitan un efectivo control. Sin ello toda la regulación del lucro será insuficiente, siendo indiferente que se trate de universidades privadas o públicas. (La Tercera)
Juan Enrique Vargas