El gobierno de Sebastián Piñera lleva funcionando poco más de dos meses. Por lo mismo, resulta muy complejo hacer juicios absolutos respecto de la labor de una administración que está todavía en proceso de instalación. En este sentido, no deja de llamar la atención la dureza de las críticas que se han ido develando desde la oposición, con interpelaciones y acusaciones constitucionales de por medio. Sabemos que los partidos que no están en el poder deben cumplir un rol de contrapeso a un poder Ejecutivo que en nuestro país goza de amplias atribuciones. El tema es que hay una línea muy delgada entre cumplir ese rol y destruir al adversario simplemente por serlo.
No cabe duda que la oposición está siendo hábil para aprovechar los errores infantiles del gobierno, lo que no significa que sea capaz de armar una coalición exitosa de un momento a otro y de forma sencilla. A pesar de esta especie de habilidad política, se notan a leguas el cortoplacismo, los palos de ciego y la falta de claridad a la hora de enfrentar al Ejecutivo. Más que pelear simplemente por recuperar el poder, el desafío de la izquierda para proyectarse consiste en volver a ser un proyecto viable que pueda aunar las voluntades de los partidos que antes formaron la Nueva Mayoría y la Concertación. Para ello es necesario reencontrar alguna razón que los una, que esté por encima de las asperezas ideológicas entre los partidos. En los años 90 el enemigo común fue Pinochet y el gobierno militar, el relato era de alegría y se celebraba la recuperación de la democracia. Hoy la bencina que prendía ese relato se acabó y el discurso ya no es capaz de sostener por sí solo a toda una coalición. La bandera que han intentado enarbolar en los últimos años -los ataques al modelo neoliberal y la sociedad de consumo- hoy genera menos compromiso político en comparación con lo que fue la lucha contra Pinochet hace 30 años atrás. Es un relato más débil y menos consistente, sobre todo si consideramos que gran parte de los que dicen luchar contra este modelo parecen estar bastante cómodos disfrutando de sus beneficios.
Por otro lado, el gobierno no puede seguir cometiendo errores tan evitables. Lo que ha pasado en estas semanas revela las clásicas lecturas erróneas que hace la derecha de la realidad y que se deben a una enorme distancia con el Chile real, a una falta de experiencia práctica respecto de las necesidades de ciertos grupos. La solución no se encuentra en los cambios de gabinete, sino en el trabajo reflexivo que pueda hacer el sector para identificar cuáles son las causas que realmente sintonizan con su ideario (si es que existe), más allá de los eslóganes y los grandes -y frágiles- acuerdos que se puedan proponer. Si el objetivo es tener continuidad más allá de Sebastián Piñera, no se puede seguir acomodando la agenda política a esta especie de progresismo a medias que, para no perder puntos en la encuesta del lunes, intenta no quedar mal con nadie.
Una de las causas que podría permitir, tanto a la izquierda como a la derecha, superar algunos de los problemas señalados con anterioridad es la descentralización; eterno lugar común de todas las promesas presidenciales incumplidas y el gran “cuento del tío” de la política chilena. Hay pocos temas tan transversales y que conciten tanto apoyo como la lucha contra el centralismo. Lamentablemente, ningún partido de los relevantes en el espectro político la ha tomado como su principal bandera de lucha, a pesar de los lógicos réditos políticos que podría significar. Esto se debe a que descentralizar implica la disposición de la élite santiaguina -que domina el debate público- a ceder poder en favor de las regiones o comunas. Por desgracia, son muy pocos los que parecen tener esa genuina disposición.
Por eso es muy rescatable que el gobierno anterior haya sido capaz de empujar un proceso de descentralización a través de la elección de gobernadores regionales y el traspaso de competencias desde el gobierno central a las regiones. El problema es que ambos proyectos son bastante mezquinos y revelan ese doble estándar de gran parte de la clase política, que dice estar a favor de la descentralización, pero que cuando debe actuar lo evita. Esta mezquindad nos hace pensar que la primera elección de gobernadores regionales del año 2020 y el traspaso de competencias no serán lo que espera la ciudadanía de regiones. No nos equivoquemos, en 2020 no elegiremos a la máxima autoridad regional; quien reúna el poder y los recursos será la figura del delegado presidencial regional -dependiente del Ejecutivo- y no el gobernador regional electo. Urge realizar ciertas modificaciones al marco legal y constitucional con el objeto de prepararnos mejor para recibir esta nueva estructura.
A todo esto hay que agregar el hecho de que aún no hay claridad sobre los recursos con los que contarán las regiones en este nuevo modelo administrativo. El gobierno anterior no alcanzó a enviar el proyecto de ley sobre rentas regionales y hoy estamos enfrentados a un vacío peligroso, respecto del que nadie se ha hecho cargo. La situación es compleja, sobre todo teniendo en cuenta que estamos cerca de 2020 y una ley de rentas regionales puede demorar bastante tiempo en ser discutida en el Congreso. No hay que olvidar que elegir gobernadores sin los recursos suficientes significa que las regiones seguirán siendo un títere de los intereses centrales.
Estas dificultades pueden ser una enorme oportunidad, tanto para el Ejecutivo como para la oposición. Una oportunidad para tomar la causa de la descentralización y hacerla propia, darle un relato que permita a la ciudadanía comprometerse con ella y exigir los cambios necesarios para tener un proceso adecuado. Esto es relevante, en especial si consideramos que el gobierno ha hecho una serie de guiños al tema regional, aunque sin la profundidad esperada. A pesar de que es sabido que la derecha tiene fuertes conflictos internos respecto de este asunto, hace algún tiempo Piñera señaló que sería el “Presidente de las regiones”. Esperemos que esto se traduzca en más que una simple cuña y que, a pesar de la reticencia histórica de la derecha con la descentralización regional, el gobierno comience a empujar la agenda a través del envío de un proyecto de ley que resuelva las incógnitas sobre los recursos con los que contarán las regiones.
Es aquí donde se espera que la izquierda asuma el rol esencial de comenzar a exigir que el proceso de descentralización se discuta y tome forma nuevamente. El papel que debe cumplir la oposición en el debate legislativo sobre el tema tiene que ser necesariamente más constructivo, toda vez que, en materias tan complejas y olvidadas como ésta, la oportunidad para resolver el problema es sólo una. Queda poco tiempo para hacerse cargo, la pelota ya está en su lado. (El Líbero)
Guillermo Pérez Ciudad, investigador Fundación P!ensa