Hacerse los sorprendidos

Hacerse los sorprendidos

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No fue hace mucho. En febrero de 2017, la Agencia Católica de Informaciones divulgaba una noticia que se suponía era un gesto de reconocimiento. La nota contaba que el Papa Francisco había escrito el prólogo de Lo perdono, padre, el libro autobiográfico de Daniel Pittet, un católico francés de 57 años. La publicación era el testimonio de los abusos a los que Pittet fue sometido por un cura capuchino cuando era niño. Los hechos habían ocurrido cuando el autor tenía entre nueve y 13 años. Aunque la nota agregaba que el capuchino también había abusado de “alrededor de 24 menores”, el énfasis no estaba puesto en esos detalles, sino en el gesto que tuvo Pittet de perdonar a su agresor y continuar su vida como laico fiel a su Iglesia. En el prólogo, el Pontífice abundaba en las fórmulas habituales que usan los obispos en estos casos -profundo dolor, consternación-, y destacaba que el autor hubiera decidido buscar a su antiguo agresor, quien nunca fue separado de su estado clerical, para perdonarlo. No mencionaba la palabra crimen, ni delito, ni justicia. Tampoco ofrecía mayor información sobre las otras víctimas del capuchino, tal vez porque no habían seguido participando de la institución o porque Francisco no los conocía personalmente, como ocurría con Pittet, con quien se había reunido antes, cuando el francés publicó un libro sobre vida religiosa.

La idea principal del prólogo escrito por el Papa y de la nota de la agencia de prensa, en todo caso, no era el reconocimiento de una falta institucional, sino destacar que Pittet le hubiera tendido la mano su abusador. De paso, el Papa dejaba en manos de las víctimas aclarar otros casos de abuso: “Testimonios como el suyo derriban el muro del silencio que sofocaba los escándalos y los sufrimientos, arrojan luz sobre una terrible zona de sombra en la vida de la Iglesia”. En una entrevista posterior a otro medio católico, Daniel Pittet contó que Francisco le había confiado que había hecho el prólogo del libro “para protegerte de la Iglesia”. Aseguró, además, que pese al gesto que tuvo con el capuchino que lo violó durante cuatro años, llevaba “esta herida hasta la muerte”, y que en dos oportunidades había estado a punto de suicidarse, pero que el apoyo familiar lo había salvado. Pittet contaba como anécdota que uno de sus hijos le decía que cuando fuera mayor estudiaría psiquiatría, para ayudarlo.

Solo durante los últimos meses el Pontífice ha comenzado a hablar de “crímenes” en lugar de “pecados” para referirse a los escándalos de abuso sexual. Cambió el vocabulario en la medida en que la justicia civil de distintos países hizo más evidente que los casos de abuso sexual y de poder dentro de la Iglesia no son fenómenos aislados. La tesis de las manzanas podridas ya no funciona. Tampoco que sea un fenómeno que involucre a ciertas áreas más o menos conservadoras de la institución, más o menos cercanas a la jerarquía vaticana. La amplitud y el alcance de las investigaciones hechas en Australia a nivel nacional, y el siniestro informe presentado por el tribunal supremo de Pensilvania demuestran un paisaje lo suficientemente amplio y sostenido durante décadas, que se hace difícil seguir creyendo en obispos y cardenales que reaccionan con voz quejumbrosa y repiten el mantra de la sorpresa que les provoca y el dolor que les causa enterarse de los delitos que se cometían bajo sus narices. Es demasiada la evidencia que indica que efectivamente sí saben más de lo que están dispuestos a admitir y que solo son capaces de reconocer responsabilidades cuando la justicia civil los acorrala. Antes de eso, lo que ofrecen son respuestas ambiguas -“son unos poquitos casos”, dijo alguna vez el cardenal Errázuriz- y frases sueltas como efectos comunicacionales de buenas intenciones que acaban derrumbándose por el peso de los hechos.

Las acusaciones de encubrimiento denunciadas por un obispo contra el Papa esta semana solo demuestran el avance del derrumbe y la desesperación interna. La pregunta ahora no es si hay un bando de buenos y otro de malos dentro del Vaticano, porque es bastante evidente que el encubrimiento de los abusos es una práctica generalizada y que las disputas que se están haciendo públicas no son tanto sobre las virtudes cristianas de la curia, sino por quiénes van a conservar el poder y a qué costo. Reducir la situación a cuán bueno ha sido Francisco es continuar con una lógica de comité privado, condenada a chocar con la frustración de las verdades públicas en ese ancho mundo en donde los delitos no se solucionan con una penitencia luego de una confesión. El empeño de pedirle peras al olmo y buscar santos y héroes en donde solo hay varones que hicieron de la impunidad un hábito y del daño ajeno una oportunidad para cultivar su pasión por los secretos resulta a estas alturas un tanto enfermizo. Tanto como fingir sobresalto compulsivamente o distinguir entre víctimas corrientes y víctimas dignas de admiración. (La Tercera)

Oscar Contardo

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