La discusión pública sobre el extenso paro convocado por el gremio de profesores se mueve entre dos extremos altamente retóricos. La violenta imagen de los parados como vagos mediocres que solo quieren más plata por ejercer de mala forma una profesión que no es su vocación, o la dulzona idea de los docentes como sacrificadas emanaciones místicas de Pedro Aguirre Cerda y Gabriela Mistral, que llevan poemas y canciones a los niños del país, empujados por una vocación incansable. Funcionarios frescos e indolentes o parteros del futuro de la patria.
Los excesos en este debate, en mi opinión, tienen que ver con una confusión de fondo respecto a por qué es valiosa la educación formal. Lo cierto es que, a estas alturas, no tenemos, como sociedad, una respuesta clara a esa pregunta. Algunos la responden en términos económicos: hay que educarse para hacerse útiles y ganar dinero. Otros apelan a razones políticas: para no ser fácilmente manipulados por los poderosos. Otros, finalmente, creen que el saber es valioso en sí mismo: despertar el amor por el conocimiento es el fin de la educación.
Es ocioso señalar que dinero, poder y saber no son objetivos incompatibles. Lo relevante es cómo se reflejan y articulan esos propósitos en el proceso educativo. Y esa articulación, que es la que responde finalmente la pregunta respecto al valor de la educación, no puede hacerse prescindiendo de una definición antropológica de fondo. En otras palabras, no puede hacerse sin tomar una posición respecto a los bienes humanos y su jerarquía. Y nuestra época, sumergida en una profunda crisis espiritual, no cuenta con dicha jerarquía. Vivimos, entonces, en un tiempo que parece capaz de informar, pero no de formar.
Esta es la razón por la cual nuestros debates sobre educación terminan siendo discusiones sobre plata. Se suspende la pregunta por el sentido y se cambia por cálculos de costos y beneficios económicos. La derecha, en general, defendiendo la renta del mérito individual, y la izquierda, en general, tratando de repartirla desde arriba. Nada nuevo, nada interesante.
¿Cuál es, entonces, el problema con los profesores? Que no sabemos, en realidad, qué esperamos de ellos. No sabemos si su trabajo realmente nos importa. No tenemos un modelo razonable respecto al cual compararlos, por lo que nos aferramos a caricaturas. Ya que no hay realmente un horizonte educacional, su protesta aparece simplemente como ruido. Ya que no hablamos un lenguaje común con ellos -porque sin jerarquía compartida de bienes no hay comunidad-, el diálogo entre las partes se reduce a la forma del regateo entre dos extranjeros. Tanto es así, que no está claro cuál es el principal problema con que los estudiantes no tengan clases. A ratos pareciera tener que ver más con su alimentación y cuidado en horarios laborales que con cualquier otra cosa (lo que, para nuestro espanto, los asimilaría a las mascotas).
¿Qué es educar? ¿Por qué educamos? ¿Para qué educamos? ¿Son los establecimientos educacionales corrales de estudiantes, y los profesores desganados pastores, o hay más ahí? Tarde o temprano, tendremos que responder estas preguntas. El castillo de parches curita no se sostendrá para siempre.
Pablo Ortúzar/La Tercera