Dicen que el nivel de pesimismo u optimismo de cada persona viene bastante definido al nacer y que nuestra biografía solo puede alterar parcialmente la tendencia de cada cual. Por suerte, o por desgracia, no lo sé aún bien, me dotaron de una forma de mirar la realidad que me hace ver, en general, el vaso semilleno, más que semivacío. Ahora, para no caer en la ingenuidad y la autocomplacencia, trato de cultivar, como antídoto, la búsqueda de la honestidad intelectual, pues ella es, o debería ser, la regla de oro de cualquier ser pensante.
Mi forma de ver la historia de nuestro país en los últimos años ciertamente es positiva. El vaso de los chilenos se ha ido llenando, como no lo había hecho nunca en su historia, con transformaciones que han cambiado su calidad de vida no solo material, sino en casi todos los ámbitos: número de años de escolaridad, expansión de la educación superior, baja de mortalidad infantil y desnutrición, más expectativas de vida y en general mayor acceso a la información, la comunicación, el ocio, los viajes y la recreación. Y con ello, una nueva autopercepción de sí mismos como ciudadanos sujetos de derechos y exigencias de dignidad.
La conjunción de una economía de mercado y un régimen político democrático estable dio lugar a lo que fueron probablemente los años más virtuosos de estabilidad política, paz social, crecimiento económico y mayor prosperidad para todos, cuyo reflejo principal fue el tránsito de millones de chilenos desde la humillación e indignidad de la pobreza y la indigencia a las nuevas clases medias emergentes.
El problema es que el vaso está también semivacío y, a veces, eso parece no importar. Me explico. A pocos pasos del centro de Santiago y repartidos en todo el territorio nacional viven más de dos millones de compatriotas, en casuchas con piso de tierra y letrinas en el exterior, sumidos en un estado de pobreza que no les permite tener empleo permanente ni eludir las peores patologías de la sociedad contemporánea, como la drogadicción, el alcoholismo y la delincuencia. Es más, el ingreso promedio de los chilenos es poco más de 400 mil pesos mensuales y se requiere de varios trabajos en una familia para sustentar su nivel de vida. Tenemos, por lo tanto, una clase media que está mucho mejor que sus antepasados, pero que depende de la continuación del crecimiento y de los empleos, y vive como en un palo engrasado, aterrada de volver a caer en la miseria. Finalmente, estamos lejos de cumplir la promesa de justicia de un sistema democrático liberal, que es la creación de condiciones para que cada persona pueda ocupar el lugar en la sociedad que sus talentos le permitan. Esto exige una educación pública de calidad que permita desarrollarlos y, porque el Estado ha fracasado en su tarea, tenemos un gran porcentaje de talento desperdiciado en todo el país.
Ya en el gobierno de la Nueva Mayoría se diagnosticó que la pobreza estaba superada y que ahora era la hora de la igualdad. Se abandonó la focalización y se optó por la universalización de los derechos sociales. Era tiempo de distribuir y ya no importaba no crecer. El problema es que la mayoría de los estudios muestra que el crecimiento económico y la creación de empleos autónomos y sustentables explican la reducción de la pobreza en el mundo en los últimos 20 años más significativamente que las políticas distributivas.
La derecha, por su parte, suele olvidar que los avances experimentados no son fenómenos aislados de sus causas y que tampoco son automáticos: son el resultado de la aplicación de ciertas políticas públicas destinadas a fortalecer la actividad económica y el emprendimiento privado como ejes centrales del deber de un gobierno. En cambio, entrando incluso en alianzas espurias, ella adhiere a medidas que van en el sentido contrario, como la reducción de la jornada laboral, las cuales solo parecen apuntar a la popularidad fácil y de corto plazo, con miras a la próxima elección. (El Mercurio)