Así, el oficialismo se ha demorado una eternidad en acusar el golpe, perdiendo un tiempo precioso. Parte relevante de la izquierda, por su lado, ha sido ambigua ante la violencia, y hoy no sabe cómo salir de ese entuerto (si continúan las evasiones masivas, ¿el Frente Amplio las seguirá validando? ¿Hasta cuándo?). En ese contexto, no debe extrañar que todas las variantes de la izquierda sigan tan huérfanas de liderazgo como hace dos meses: nadie ha podido cosechar. De allí el surgimiento inesperado de Franco Parisi, que amenaza con llenar el vacío.
Con todo, debe reconocerse que la dirigencia política se anotó un punto muy significativo con la firma del Acuerdo por la paz social y la nueva Constitución. En ese texto, diversos sectores políticos concordaron un marco de acción para superar una traba fundamental de nuestro espacio público: la falta de legitimidad de la Constitución vigente. En efecto, y pese a que lleva la firma de Ricardo Lagos y todo su gabinete, nuestra Carta Fundamental no ha logrado convertirse en el piso mínimo de la discusión.
Sin embargo, los términos del acuerdo se han ido difuminando con el pasar de los días, hasta el punto de hacer dudosa su viabilidad. Por de pronto, la paz social no ha sido restablecida, y así será muy difícil ejecutar lo acordado. ¿Quién podría asegurar, hoy, que será posible realizar un plebiscito en abril? Hasta ahora, no hemos sido capaces de organizar partidos de fútbol, ni PSU y ni hablar del APEC. Una elección libre, democrática e informada requiere de un contexto que aún parece muy lejano. La tarea urgente del Gobierno es neutralizar definitivamente a los violentistas; y el progresismo debe ser tajante en su condena a las formas más nihilistas de protesta. Ya no hay espacio para las ambigüedades, pues no habrá deliberación sin orden público.
El acuerdo enfrenta una segunda dificultad relevante, que hasta ahora tiene entrampadas las conversaciones. La oposición ha exigido que la elección de la convención constituyente incluya cuotas para mujeres y pueblos originarios. El argumento es que sin medidas afirmativas que vayan en esa dirección, la convención (y, por tanto, la nueva Constitución) carecerá de legitimidad. La dificultad estriba en que el texto del acuerdo no contempla esta medida. Por el contrario, el punto n. 4 afirma explícitamente que la elección de los miembros de la convención se realizará “bajo sufragio universal con el mismo sistema electoral que rige en las elecciones de diputados”, sistema que no contempla las cuotas demandadas.
Para decirlo en simple, la oposición está jugando con la fragilidad del escenario actual, al intentar imponer nuevas condiciones al acuerdo firmado. Guste o no, esto implica faltar a la palabra empeñada. Más allá de cuán pertinente consideremos la demanda por cuotas —asunto sobre el cual hay buenos argumentos de lado y lado, y que la oposición tiene perfecto derecho a formular—, se está poniendo en riesgo lo poco que tenemos, y alguien tendrá que responder por ello. La cuestión es más grave aún si consideramos que será imposible tener un proceso constituyente medianamente exitoso si no somos capaces de reconstituir las confianzas mínimas, y eso parte por la voluntad de cumplir los acuerdos. Durante muchos años, la izquierda ha acusado (muchas veces, con buenos motivos) a la derecha de negociar con mala fe, al estar protegida por ciertos enclaves institucionales. Pues bien, en este caso, la derecha podría decir algo parecido: se firmó un acuerdo en el que todos cedieron (y la derecha más que nadie), y no es serio condicionarlo con nuevas exigencias. ¿Qué le asegura a la derecha que la oposición no encontrará mañana nuevos requisitos para que la convención sea legítima? ¿No será más razonable ceñirse, hasta donde sea posible, a la letra del texto? Si acaso es cierto que el hombre es un animal que promete, la oposición tiene el deber histórico de honrar su palabra. El resto es frivolidad.
El acuerdo firmado el 15 de noviembre es corto, frágil e incompleto, y tiene vacíos, ambigüedades y puntos sin resolver. Sin embargo, es lo único que tenemos: es la pequeña tabla a la que podemos aferrarnos. Pero esa tabla se esfumará si no somos capaces de respetar las pocas cosas allí señaladas. La clase política no tiene el derecho de sabotear la que sea, quizás, su última posibilidad de autorreforma. Si ello ocurre, habremos sido testigos del suicidio colectivo más absurdo de nuestra historia. (El Mercurio)