La encuesta CEP muestra la quiebra de nuestras instituciones. Ahora solo queda encontrar vías para recobrar la confianza perdida. Los que están a cargo de las instituciones desacreditadas tienen la misión de relegitimarlas. No será fácil, especialmente porque han logrado imponerse algunas narrativas que difícilmente ayudarán a reducir la distancia que separa al público de las instituciones y sus liderazgos. Se ha impuesto la idea de que el problema radica casi exclusivamente en la desigualdad provocada por el modelo y que es necesario refundar el país desde una hoja en blanco.
Pero la desigualdad es tan antigua entre nosotros como Chile mismo, lo cual hace suponer que se encuentra arraigada y que no resultará sencillo deshacerse de ella, aunque ese sea un objetivo deseable. Muchos lo saben, pero por desgracia han preferido navegar la ola, levantando expectativas y abrazando recetas que no conducirán a la revitalización de la convivencia.
Pocos reconocen que detrás del fracaso de las instituciones hay una crisis moral que requiere ser enfrentada. Nuestras instituciones no han perdido la confianza ciudadana solo por razones estructurales, sino también porque durante demasiado tiempo sus liderazgos las utilizaron como una plataforma para su goce y beneficio, las instrumentalizaron y burlaron el pacto con la ciudadanía. Ejemplos: el cura que abusó sexualmente de un niño; el comunicador que sacrificó sus principios por algunos puntos de rating; el parlamentario que aceptó un favor para votar un proyecto de ley; el empresario que se coludió para aumentar su ganancia a costa de los consumidores; el uniformado que usó recursos públicos para enriquecerse; el político que postergó el bien general para ganar poder…
El hastío ciudadano obedece a que nuestra élite perdió el foco, olvidó sus responsabilidades y dejó de servir al país para servirse a sí misma con indiferencia de las necesidades y angustias de una población que confió en ella. En el derrumbe moral de sus líderes (y su efecto multiplicador) se encuentra también una explicación de la quiebra de las instituciones.
No hay ley, incentivo o modelo que funcione cuando las personas a cargo de las instituciones públicas pierden de vista el interés general y las usan solo como trampolín para sus intereses privados. El antídoto está en fomentar un ambiente que valorice y promueva las virtudes, que son mucho más confiables.
Escoger la desigualdad estructural como causa de la crisis facilita eludir la asignación de responsabilidades concretas. Pero sería bueno recalcar que la crisis chilena surge de conductas moralmente cuestionables que deben ser reconocidas como tales. Solo así habrá posibilidad de enmendar el rumbo y comenzar a recuperar la confianza extraviada. (La Tercera)
Juan Ignacio Brito