La intolerancia, la rabia, el odio se instalaron entre nosotros. Entramos en una espiral de la que es difícil salir. La violencia está dejando huellas traumáticas en nuestra sociedad, heridas que tomará tiempo restañar. Las de los jóvenes que perdieron la vista y también la vida por la represión excedida de las fuerzas policiales, y las de los policías quemados y también heridos, y la estela de destrucción que ha ido cambiando la fisonomía de nuestras ciudades. La violencia encuentra rápidamente —incluso entre los intelectuales— argumentos para justificarla o explicarla. Hay algunos que la desdramatizan con razones tales como “para hacer tortillas, hay que quebrar huevos”. Como si no hubiera otra forma —en Latinoamérica— de movilizarse por los cambios que la de la ira desatada. Otros fantasean con militares de nuevo en las calles, pero esta vez con la lógica de la “bala pasada”. ¿Estamos de verdad condenados a ese círculo vicioso sin fin?
Para salir de este callejón sin salida, se requieren referentes morales, líderes evolucionados, con un nivel de conciencia superior. La violencia tiene un poder de fascinación, una especie de “Eros” propio. Hay una adrenalina de la violencia, y la paz no parece generar entre nosotros ningún hechizo. ¿Pero no hay héroes de la paz que nos sirvan de modelo para encauzar el legítimo malestar social en una dirección no destructiva? Sí los hay y muy exitosos, pero lejos de aquí: Gandhi y Mandela. Ambos lideraron revoluciones contra opresiones brutales y liberaron a sus pueblos. Pero se rebelaron también contra la nefasta idea de que el “fin justifica los medios”.
Si quieres saber cómo terminará una revolución, observa los medios que usa en su lucha. Quienes asesinaron de manera tan brutal a la familia entera del zar en un sótano no podían sino terminar implantando el infierno estalinista. Quienes bombardearon La Moneda para “recuperar la democracia” no podían sino encabezar una dictadura deplorable. La violencia es a veces “partera de la historia”, pero no de una buena historia.
A mí me parece que nos falta estudiar a líderes como Mandela para encauzar la energía de cambio que palpita hoy en el país hacia un Chile mejor que el que tenemos. Fue en la cárcel, en la que Mandela pasó largos años, donde entendió que la violencia no era el camino para terminar con el flagelo del apartheid. En la soledad de su reclusión, Mandela reflexionó en profundidad sobre el resentimiento. Dijo: “El resentimiento es como beber veneno y esperar que mate a tus enemigos (…) Nuestro odio feroz a nuestros enemigos vierte veneno en nuestros corazones”. Mandela llegó a hacer una distinción fundamental entre el sistema —que él quería cambiar— y los que eran parte del sistema —sus adversarios—. “En la cárcel, el odio contra los blancos se apaciguó, pero mi odio al sistema se intensificó. Quería que Sudáfrica viera que amaba incluso a mis enemigos, pero a la vez odiaba al sistema que había dado origen a nuestro enfrentamiento”. Odiar al sistema no es lo mismo que odiar a tus adversarios, seres humanos como tú. Para llegar a eso, Mandela tuvo que hacerse un inmenso trabajo personal. Él mismo confiesa: “Cuando joven, era muy radical, mis discursos eran muy virulentos, y en ellos golpeaba a todo el mundo. Me apoyaba en la arrogancia para disimular mis lagunas”. Tuvo que afirmar su pacifismo en medio de una represión con miles de muertos y bajo la presión de sectores radicalizados de su mismo movimiento que solo clamaban venganza.
¿Acaso estamos peor que Sudáfrica en tiempos del apartheid como para no darle un cauce positivo a esta crisis social? ¿O es que la calidad moral y cultural de nuestros líderes y de nosotros mismos está muy por debajo de la de este “rolihlahla” (revoltoso) de la tribu de los Tembu? ¿Estamos condenados en Latinoamérica a la violencia política, a la barbarie y a la intolerancia sin fin? Me rebelo contra esa inaceptable fatalidad. (El Mercurio)
Cristián Warnken