Cuando los debates se van envenenando es bueno partir por señalar criterios para evitar críticas simplistas u odiosas. No discuto que votar por el Rechazo es una opción absolutamente legal. Dos, si gana el Rechazo, porque es mi obligación ciudadana, acataré. Pero, tres, afirmo que cualquier decisión, así la apruebe una abrumadora mayoría, puede ser imprudente y dañina, pues quienes nos decimos demócratas sostenemos que las mayorías electorales no sancionan ni la verdad ni la justicia. Resuelven o agravan conflictos. Dicho lo anterior, quiero exponer que considero una falacia la consigna que llama a “votar por el rechazo, para reformar”.
Es intelectualmente equivocado sostener que “rechazar” y “reformar” son compatibles, donde lo primero conduce a una feliz consumación de lo segundo. Falso. El Rechazo tiene significados y consecuencias que hacen difícil, si no imposible, la “reforma”.
El sentido del triunfo del Rechazo es que da el derecho a una minoría del actual Congreso que cuente con un tercio de los votos (si se trata de los asuntos más esenciales) o del 40% (si se trata de otros de relativa menor importancia) para impedir cualquier reforma de la Constitución. Se trata de un “poder negativo”, pues eso es un veto. Es la notificación al país de que no habrá reforma constitucional alguna, a menos que esa minoría esté de acuerdo. Pero —y ese es el otro lado de la medalla— el triunfo del Rechazo no da a esas fuerzas “poder positivo” para “reformar”, pues para eso se requieren votos de los que carecen, y no solo para enmendar la Constitución, sino incluso para aprobar la más simple de las leyes. Es el poder de la impotencia: puede impedir que otros lo hagan, pero él no lo puede hacer.
Los vetos pueden hacer imposible una legislación, pero no crean una nueva. Los vetos no solucionan, sino que postergan decisiones y normalmente tienen el lamentable efecto de acumular presiones que luego estallarán agravadas e incontenibles.
El triunfo del Rechazo lleva a un callejón de difícil salida. De partida, premia, en ambas partes, la intransigencia y la negativa a negociar. La minoría tiene una bala de plata que es el veto a todo lo que le incomode. La mayoría siente afectada su dignidad, pues ha sido puesta en una situación de servidumbre en que su poder es inútil, a menos que la minoría graciosamente le reconozca aquello a que cree tener derecho. La minoría, a su vez, deberá reconocer su completa incapacidad para hacer reformas, a menos que la mayoría graciosamente le conceda sus votos. El resultado es el inmovilismo.
Hay otro error en el argumento a favor del Rechazo. Se dice que permite reducir el plazo del debate constitucional (“Hagámosla Corta”, en el lenguaje de la UDI) y, por esa vía, dar claridad a las reglas del juego que necesita la economía. Falso. Es el Apruebo el que da una mayor seguridad jurídica, pues, primero, obliga a negociar; y, luego, fija un plazo para redactar la nueva Constitución: en octubre se debe elegir la convención y de ahí hay nueve meses para elaborar un proyecto y un término para el plebiscito final. El Rechazo, en cambio, no obliga a negociar ni fija plazo para que se alcance un acuerdo. Si la oposición se niega a discutir, está en su derecho ni tiene sanción.
Aún más, en el caso del triunfo del Rechazo es probable que la oposición diga no voy a discutir en este Congreso, que tiene en las encuestas un tres por ciento de aprobación, sino que por conveniencia electoral mantendré activo el tema constitucional, como demanda y como bandera, hasta las elecciones de un nuevo parlamento y Presidente de la República, que tendrán lugar en dos años más. Dado que el nuevo Congreso se instalará en marzo de 2022, y estimando un año de debates, “haciéndola corta” podemos estimar que la inseguridad constitucional se extenderá hasta avanzado el año 2023. (El Mercurio)
Genaro Arriagada