La idea de que todos los ciudadanos reciban del Estado un ingreso mínimo garantizado se plantea hace años, y no solo asociada a planteamientos socialistas, sino también a ideas más liberales. Esto, porque el concepto da para mucho y la verdad es que “el diablo está en los detalles”, ya que la forma en que se determine, cómo se financie y cómo se asigne puede producir diferencias significativas en sus efectos. Se suele decir que la idea fue planteada por el padre del libre mercado, Milton Friedman y, por lo tanto, debería encontrar apoyo entre los detractores del intervencionismo estatal. Eso no es tan cierto, ya que la idea de Friedman apuntaba a la implementación de un impuesto negativo al ingreso, es decir, que los sectores de ingresos bajos recibieran un monto creciente del Estado en función de sus ingresos, en forma inversa al impuesto progresivo a la renta. La segunda parte de la propuesta de Friedman es incluso más importante: plantea que este subsidio sea un sustituto del gasto social, dando a las personas la libertad de elegir cómo gastar el aporte del Estado. Seguramente, esta segunda parte de la propuesta no es del agrado del pensamiento socialista.
Además de aliviar necesidades básicas, el principal beneficio de la renta básica universal es que evita las distorsiones, ineficiencias y burocracia de los subsidios basados en la situación socioeconómica, principalmente los incentivos a “disfrazarse de pobre”, evitando la formalidad, junto al elevado impuesto implícito que genera para sus receptores lograr mayores ingresos, producto de la consecuente pérdida de beneficios. La complejidad del diseño, por ejemplo, del aporte solidario previsional y el incentivo a no cotizar que genera, es un argumento a favor de una pensión básica universal.
Por el lado de los costos de esta política, por supuesto el más evidente es que hay que financiarla con impuestos, con todas las distorsiones que estos generan. La mayor eficiencia por el lado del subsidio se pierde por los efectos negativos de su financiamiento. Supongamos, por ejemplo, que queremos asegurar la línea de pobreza a toda la población del país, lo que tendría un costo fiscal de US$ 45 mil millones anuales, que requiere prácticamente duplicar la recaudación tributaria. Totalmente inviable, entonces ya habría que acotarlo, por ejemplo, a los mayores de 15 años y solo al 80% más pobre de la población. El costo sigue siendo muy alto, de US$ 28 mil millones, y exige, además, categorizar los ingresos, junto con evitar un quiebre abrupto del derecho al beneficio cuando se supera el octavo decil, lo que genera los problemas mencionados de la política social. Si lo acotamos a la línea de indigencia, la cifra sigue siendo inabordable, de US$ 18.000 millones. Resulta evidente que subir la carga tributaria en estas magnitudes, equivalentes a un 10% del PIB o más, dañaría inevitablemente la inversión, el consumo y los incentivos al trabajo, y finalmente, el proceso de desarrollo.
Un costo adicional es que puede desincentivar el esfuerzo individual, en la medida que las necesidades básicas están satisfechas, como de hecho se observa en los países con abultados Estados benefactores. Además de esto, la política de estos países genera incentivos perversos para la inmigración, lo que hace necesario establecer discriminaciones o reglas de permanencia estrictas en la entrega del subsidio, lo que produce otro tipo de problemas.
Existe, sin embargo, una forma de tener los beneficios sin la necesidad de afrontar todos los costos. Se trata de avanzar en la línea planteada por Friedman, de sustituir parte del gasto social por algo semejante a una renta básica, cuyos componentes habría que definir. El gasto social, que representa un 78% del gasto fiscal, equivale actualmente a $164.000 mensual por habitante, cifra muy similar a la línea de pobreza. Si le restamos el componente de salud y educación por ser roles fundamentales del Estado, y consideramos solo al 80% de la población, se podría financiar una renta básica universal (considerando también a menores de edad) de algo más de $90.000 mensual por persona, cercana a la línea de indigencia. Estas cifras muestran que es posible avanzar en políticas de transferencias directas de ingresos, pero sustituyendo gastos que parecen no estar resolviendo los problemas de la población. En la misma línea, el BID estima que el despilfarro de recursos fiscales en Chile asciende a cerca de US$ 6.000 millones, monto que permitiría subir esa renta básica en $26.000 por persona. Por otra parte, si los funcionarios del sector público tuvieran remuneraciones equivalentes a sus pares del sector privado (considerando una brecha de 20% a favor de los primeros), tendríamos otro aporte adicional de $11.000 per cápita, llegando a $127.000 mensual, cifra muy superior a los aportes que se están entregando para esta emergencia.
La conclusión es evidente: se hace urgente revisar nuestra política de gasto social, ya que no está logrando su objetivo esencial, que es resolver la precariedad en que viven millones de chilenos.
Cecilia Cifuentes
Directora ejecutiva Centro de Estudios Financieros