Es indiscutible que las redes sociales han permitido que diversas opiniones circulen sin mediar mecanismos de censura, edición u otros criterios de carácter elitista. Distintas plataformas permiten que las personas puedan hablar con total libertad de lo que se les ocurra, sin que un funcionario, un burócrata o un censor le diga cómo, cuándo y de qué modo hacerlo. Como planteaba Umberto Eco, esto también ha dado tribuna al borracho del pueblo, que impone sus criterios acríticos e irreflexivos como una verdad única e indiscutible. Esto, obviamente, no necesariamente es algo bueno para la democracia, aunque muchos digan que las redes han “democratizado” la discusión pública. Nadie podría decir que hay discusión pública o democracia en la sucesión de insultos entre barras bravas en un estadio. Tampoco se podría decir que hay argumentos o un afán de diálogo en los improperios a un árbitro. Lo mismo aplica a las redes sociales.
La discusión pública, donde también se enmarca la discusión política, se rige por normas que de algún modo buscan evitar que los interlocutores terminen a los golpes. La libertad de expresión, en ese sentido, se ciñe a reglas muy distintas a las que eventualmente existen durante una pelea a puñetazos. Esta distinción también aplica respecto al ámbito propio de la democracia, en contraste con lo que sería el entorno de la guerra o de la violencia en cualquiera de sus formas. Ahí donde hay violencia no hay democracia. Por eso mismo, como en las redes sociales no necesariamente todos se ciñen a las reglas de la discusión razonable, éstas no son garantía de una forma inclusiva y democrática de comunicación, porque entre otras cosas permiten la libre expresión del borracho del bar y del troll que siente una pequeña y miserable cuota de satisfacción personal dedicando su día a insultar a otros.
Efectivamente, la falta de filtros en las redes sociales no atenta necesariamente contra la libertad de expresión. Sin embargo, las incoherencias del borracho, amplificadas por las redes sociales y que ahora las podemos escuchar o leer todos, pueden generar mucho ruido en la discusión pública. Como no tiene noción del silencio como elemento comunicativo, convierte toda posibilidad de diálogo en un monólogo insufrible. Por eso, como advertía Eco, puede terminar por descomponer la sana discusión.
La comunicación conlleva espacios, dimensiones y reglas que permiten su desarrollo. Por eso los chiflidos en un concierto se deben escuchar menos que a los músicos y por eso los aplausos en un concierto de música docta se realizan al final la ejecución de una pieza y no durante la misma. Quizás aquí surge el problema en relación con las redes sociales, cuando las opiniones derivan en zumbidos. Que el borracho del bar grite insultos no necesariamente afecta la libertad de expresión de quienes disfrutan un partido de fútbol o una conversación, sin duda. Pero que sus gritos, su modo de opinar, se vuelva la regla para conversar e interactuar en el bar, si pudiese hacerlo.
¿Cómo evitamos que los gritos del borracho terminen provocando una batalla campal entre todos los que están en el bar? ¿cómo evitamos que la discusión pública termine convertida en una suma de zumbidos? ¿cómo evitamos caer bajo tendencias intolerantes, incluso en nombre del respeto o la dignidad humana?
El problema actual es que los modos del borracho se igualan a las reglas adecuadas para el diálogo. Eso lleva a confusiones de diversa índole. Así, reglas como el respeto, la escucha o la cortesía, se confunden con cosas como silenciar opiniones por considerarlas supuestamente ofensivas. Es tal la confusión en ese sentido que algunos creen que, bajo la excusa de evitar opiniones incómodas para una supuesta mayoría o minoría, es válido agarrar a patadas a quienes expresan sentires que se consideran censurables desde esas subjetividades.
Y claro, una cosa es despreciar una opinión y otra muy distinta es llamar a agredir, censurar o denostar a quienes las emiten. Esa distinción, el borracho del pueblo con tribuna, el troll de las redes sociales, el hater cobarde, anónimo y sin vida, no siempre la tiene tan clara. El problema es que bajo el predominio de esa indistinción se tienden a confundir conceptos, como el improperio con la violencia. Pero esto también ocurre en otros espacios como las universidades o los medios de comunicación tradicionales.
Efectivamente, si todo es violencia, es decir si una opinión, incluso un agravio verbal, es considerado igual a un palo en la cabeza o una patada, nada sería violencia o todo sería violencia, lo que haría muy difícil objetar la violencia en sentido estricto. Por eso es importante precisar y distinguir entre conceptos. Ciertamente, asimilar las palabras, por absurdas y vulgares que sean, con un golpe o agresión física es totalmente absurdo. Decirle tonto o feo a alguien es muy distinto a agarrarlo a patadas.
Si aceptamos que un insulto no es lo mismo que un palo en la cabeza, entonces adjudicar violencia a expresiones que nos parecen inadecuadas o fuera de contexto parece ser del todo sin sentido, pues tales opiniones, por impropias que se consideren, estarían enmarcadas dentro de la libertad de expresión y de la incorrección y tosquedad que ello permite. Resultaría un tanto paradójico decir que son violentos ciertos comentarios u opiniones. Si una ofensa no es violencia, entonces resulta errado y ridículo armar escándalo por opiniones que se consideren discriminatorias. Asumir esto, para ser coherentes, implica rechazar la idea de sancionar penalmente ciertas opiniones, que es lo que muchos de los que dicen que los insultos no son violencia en redes sociales, parecen pretender en otras instancias. (La Tercera)
Jorge Gómez