“El gobierno debe alejarse del modelo liberal que defiende la iniciativa privada y limita la intervención del Estado en la vida económica del país”.¿Quién habrá pronunciado esta frase? ¿Atria?, ¿Jadue? No, fue Franklin Delano Roosevelt, FDR, en un discurso el 14 de septiembre de 1932.
Todos somos en alguna medida hijos de nuestros tiempos y nuestras circunstancias. EE.UU., el país más liberal del mundo, en medio de la depresión de los años treinta eligió como presidente a FDR, un candidato que hizo campaña sobre una plataforma de reproche a los bancos, a los empresarios y al sistema de libre mercado. Casi al mismo tiempo que esto ocurría en EE.UU., en México nacía el Partido Revolucionario Institucional, PRI. Inspirado en los ideales de izquierda surgidos durante la revolución de 1910 y empoderado por la misma crisis que estaba viviendo EE.UU., el PRI se instalaba en el gobierno con un discurso parecido al de FDR.
La división de poderes, la competencia entre los estados que componen ese país y la Segunda Guerra Mundial que estalló en medio del segundo período presidencial de FDR impidieron que este pudiera implementar todas las reformas que había prometido durante su campaña. Pero, ciertamente, EE.UU. pasó a ser un país menos liberal, más regulado y con un Estado más grande durante y después de FDR. Con el tiempo, la sociedad americana volvió paulatinamente a sus orígenes más liberales y eligió alternadamente presidentes demócratas y republicanos como JFK, Nixon y el mismísimo paladín del libre mercado, Ronald Reagan. Por el contrario, sus vecinos aztecas al sur del Río Grande debieron vivir por más de 70 años bajo el dominio absoluto del PRI. Un partido donde la épica de la revolución zapatista dio paso al autoritarismo y la corrupción. De esta manera, la captura que el PRI hizo del poder político impidió que la sociedad mexicana expresara democráticamente su visión del mundo desde 1929 hasta el año 2000 y que debió conformarse con vivir bajo las reglas del partido gobernante, donde los presidentes eran elegidos a dedo por el presidente saliente.
Esta breve comparación nos ilustra claramente lo que nos estamos jugando en Chile hoy. Vivimos tiempos en que la demanda por más Estado, más subsidios, más regulación y más impuestos es transversal a casi todo el espectro de la sociedad. Como suele ocurrir, la oferta política ha virado en la misma dirección. Desde el candidato de centroderecha que se declara socialdemócrata hasta la candidata populista y el candidato comunista que muestran altos niveles de popularidad en las encuestas, todos ofrecen como alternativa para Chile un estado de bienestar que sería capaz de solucionar rápidamente los problemas del Chile actual.
Los liberales nos lamentamos de esta situación y, fiel a nuestras convicciones, estamos convencidos de que este es un camino equivocado para Chile. Un camino que va a llevar a nuestro país a generar menos bienestar, más desigualdad y mayor desencuentro entre todos los chilenos. Un camino que muy probablemente nos ponga en ruta de una crisis financiera del Estado. Porque si bien hay demanda ciudadana y oferta política por un estado de bienestar, nadie ha sido capaz de decirle a la cara a la gente que los países europeos que han sido exitosos en crear dichos estados lo han hecho cobrándole impuestos a la clase media. En Finlandia, Suecia y Noruega todos reciben pero todos pagan. Los que ganan dos veces y cuatro veces el salario promedio pagan entre 30% y 50% de sus ingresos en impuestos. En Chile pagan solo el 4% y el 13%, respectivamente. Gastando como noruegos y pagando impuestos como chilenos, vamos derecho a la bancarrota.
El royalty a la minería y el impuesto a los súper ricos son instrumentos de política pública absolutamente insuficientes, inconvenientes e ineficientes para transitar al estado de bienestar tipo europeo que demandan los chilenos y que ofrecen los políticos.
Parece imposible contrarrestar el tsunami de demandas sociales y ofertones políticos que se viene. Pero como dije al principio de esta columna, las circunstancias cambian, las sociedades cambian, las generaciones cambian y así como Reino Unido eligió a Margaret Thatcher y EE.UU. eligió a Ronald Reagan, después de pasar años de gobiernos de inspiración socialista, la sociedad chilena podría querer elegir gobernantes que lleven nuevamente a este país por el camino de la sobriedad financiera, la valoración de la iniciativa privada, el emprendimiento y las políticas públicas orientadas a satisfacer las carencias de los más necesitados.
Lo que no podemos permitir es que a Chile le pase como a México con el PRI o Argentina con los peronistas. Para eso necesitamos votar por convencionales que redacten una Constitución que no sea capturada por la visión del momento o por una ideología particular. Una Constitución que permita que se exprese en distintos momentos de la historia el sentir de la sociedad a través del juego democrático. Una Constitución que diga poco y sea aceptada por todos y no una que diga mucho y no cumpla nada. El destino de Chile para los próximos años ya parece estar escrito, no permitamos que nadie nos imponga su visión para los próximos 20, 30 o 40 años. Mientras no haya captura, hay esperanza. (El Mercurio)
José Ramón Valente