Estoy consciente de haber hecho varias sugerencias a quienes acaban de competir por un lugar en la Convención Constitucional. Por ejemplo, la de no usar mascarillas con sus nombres durante la campaña, puesto que se trata de un objeto que se relaciona directamente con el temor, la enfermedad y la muerte, y que no debería ser empleado con fines publicitarios.
Pedí también suspender por momentos la campaña territorial en las calles, especialmente jingles y banderazos, como señal de respeto a la población que permanecía encerrada en sus casas largo tiempo. E insté igualmente porque la franja electoral televisiva fuera un vehículo de información antes que de propaganda.
Bueno, así es como me fue: más o menos no más, y en el caso particular de la franja, definitivamente mal. Habría que revisar ese espacio para futuras elecciones porque está ya a punto de transformarse en causa principal de la abstención electoral.
Me atrevo ahora a formular un par de nuevas exhortaciones. Así de insistentes y obstinados podemos ser en provincia, porque tampoco tengo en este caso muchas esperanzas de convencer a quienes estarán en la Convención, salvo posiblemente a unos cuantos.
Lo primero sería descansar por algunos días —un consejo con el que sí podría tener éxito—, puesto que las campañas electorales son siempre abrumadoras para todos los candidatos y sus equipos, una especie de ruleta rusa de emociones. La prolongada recarga de compromisos, las muchas horas pasadas ante la pantalla, las imprecaciones recibidas junto a los semáforos, las frecuentes y agudas oscilaciones del ánimo y, sobre todo, la pandemia y sus exigentes protocolos, han tenido su efecto en esa parte del cuerpo que llamamos “psiquis”, y, por lo mismo, tampoco habría que descartar la idea de visitar a algún especialista que prescriba algo más que un par de días en el campo o altas dosis de vitamina B. Ese gasto médico debería poder imputarse a los gastos de campaña, porque se trataría de un clarísimo efecto de esta.
La segunda recomendación —mucho más incierta en cuanto a las probabilidades de ser aceptada por los futuros constituyentes— es parar de hablar por algún tiempo —en lo posible prolongado—, a fin de prepararse mejor para el trabajo de la Convención. Habrá solicitudes de entrevistas, por cierto, pero lo mejor sería sustraerse a ellas y menos buscarlas deliberadamente. Ya hubo una suficiente y agotadora exposición pública.
En lo que pienso es en que los constituyentes constitucionales inicien algo así como un período de reflexión, de estudio, de sobriedad, de introspección, de aquietar las voces interiores alteradas durante meses por la estridencia de las campañas y el parloteo mediático, y que, por supuesto, eludan también los matinales, a fin de tomarle bien el peso al hecho de que han sido elegidos para cumplir una función y no para desempeñar un cargo, y una función que será a la vez colectiva y colaborativa, destinada, ni más ni menos, que a estudiar, debatir, acordar, redactar y proponer al país una nueva Constitución.
¡Y vean ustedes cuántos verbos salen allí, además de escuchar, de escucharse los constituyentes unos a otros y de escuchar a la ciudadanía que continuará participando después de las recientes votaciones! ¿Participar cómo? Acompañando a la Convención, no rodeándola; hablándole, no gritándole; tendiéndole una mano, no mostrándole los puños; comunicándose con ella, no tuiteándole.
Para el éxito del trabajo de la Convención se va a requerir una apropiada disposición de sus integrantes, buena fe, lealtad, y la adopción de un tono tranquilo, contenido, pausado, completamente distinto de aquel que emplean las barras bravas rivales cuando se encuentran camino del estadio.
Los convencionales, si bien son elegidos por sus distritos, serán ahora representantes nacionales, o sea, del país, y del país en su conjunto y no solo de sus electores o de este u otro sector. Es al país al que ellos tendrán que rendir cuenta y no al partido o tercios políticos a que pertenezcan, con conciencia de que, como acabo de leer en un libro sobre la materia, la nueva Constitución no tendría que ser la madre de todas las batallas, sino la madre de todos los acuerdos.
¿Qué alternativa que no sea un acuerdo constitucional puede existir para una sociedad abierta en la que predomina la diversidad de creencias, ideas, intereses, planteamientos, maneras de sentir y modos de vida, es decir, una amplia pluralidad que no queremos regimentar en una visión única ni en una mirada hegemónica que excluya a todas las demás?
Recordemos que el acuerdo constitucional tendrá que imponerse no solo en la Convención, sino también en el plebiscito que vendrá después del trabajo de esta. Un acuerdo en el que ningún sector ganará todo ni perderá todo. Un acuerdo al que se podrá llegar tanto por la persuasión como por la transacción. Un acuerdo que será buscado sin renunciar a las propias convicciones, pero con conciencia de la propia falibilidad. Un acuerdo del que no sentir vergüenza por el hecho de reconocer que las piezas de nuestro rompecabezas constitucional se encuentran repartidas entre muchas manos. (El Mercurio)
Agustín Squella