Decía Laclau que quien domina las palabras acaba por mandar, ya que no es un misterio la relación entre poder y lenguaje. Porque las palabras logran que las personas piensen de determinada manera y, por ende, actúen de la forma en que piensan, es que los socialistas deben apropiárselas. Así, provocan una fuerte deriva hacia la degradación del lenguaje porque los nuevos vocablos son adrede ambiguos, absurdos y con significados apartados de la realidad que, en teoría, pretenden enderezar. Si bien es cierto que la lengua es un ente vivo que refleja cambios en los usos y valores de una sociedad, los cambios forzados o la manipulación de las palabras, impulsados de arriba hacia abajo por la maquinaria estatal o por grupos minoritarios de presión que pretenden arreglar el mundo diseñando burocráticamente un lenguaje según su propio marco moral, no pueden justificarse.
En los últimos años, ninguna de las conquistas del progresismo ha venido como consecuencia de movimientos y demandas de masas. En términos del lenguaje, los nuevos vocablos surgen como imposición de una élite encumbrada, más allá que grandes sectores de la sociedad abracen acríticamente esos dogmas que marca la agenda totalitaria, ya sea por pereza, miedo a ser señalados o desconocimiento, dificultando su reconocimiento y refutación.
En este contexto surge la narrativa de los “pueblos originarios”, que inmediatamente alude a una legitimidad de origen que asistiría a quienes son merecedores de tal etiqueta, y con ella quedarían a salvo de cualquier objeción. Una mezcla de interpretaciones maniqueas de los hechos históricos, un anacronismo ideológico y bastante fantasía literaria han transformado en un ideal el supremacismo moderno abrazado por el progresismo, que determina a las personas, definiéndolas por su raza y su línea sanguínea; difícil encontrar una visión de la humanidad más racista. El individuo no vale como tal sino en función de la etnia a la cual pertenece, lo que constituye una terrible sentencia, pero cobra fuerza por la necesidad de la izquierda de reinventarse en la gerenciación de luchas a las que jamás había prestado atención pero que, en la actualidad, le son muy útiles.
En la narrativa de los “pueblos originarios”, el epítome del mal sería el descubrimiento de América, aunque se base en un relato infantil de un paraíso de paz y cordialidad sólo interrumpido por el arribo de los españoles que con saña habrían asesinado a millones de indígenas por gusto, generando una pobreza y sometimiento que no se ha podido revertir en cinco siglos. Esta reescritura de la historia tiene un claro componente racista, ya que niega la fusión del nativo y el europeo, que fueron la cuna de la sociedad criolla de la que somos los americanos sus orgullosos frutos, y fomenta el desprecio al mestizaje. Pero a la vez es una visión profundamente xenófoba en la medida que exalta el pasado precolombino y denigra la historia, cultura y civilización producida precisamente durante estos cinco siglos en los que nos forjamos como sociedad y en los que intervinieron muchos y muy diferentes pueblos y razas, cada uno aportando su legado en la formación de lo que hoy somos.
Por otra parte, lo que el relato indigenista oculta es que los indios son tan protagonistas de la Conquista como los propios españoles. Colón nada hubiera logrado sin el apoyo de los taínos. Cortés hubiera sido insignificante frente a los aztecas de Moctezuma sin la ayuda de sus enemigos, los tlaxcaltecas, y Pizarro jamás habría conquistado una piedra sin los tallanes, los huancas y los chachapoyas. Los pueblos indígenas que se aliaron a los conquistadores no eran idiotas encantados por espejitos de colores, tal como reza el relato, sino que se unieron a los españoles porque eran salvajemente esclavizados y asesinados por los caribes, los aztecas y los incas; se trató de supervivencia. Los grandes imperios precolombinos eran salvajes conquistadores y su caída fue el producto de una selección cualitativa de las comunidades dominadas, sumada a la superioridad tecnológica y cultural de los vencedores. Desde luego todo proceso histórico conquistador o colonizador conlleva el uso de la violencia y de las armas. Si bien el Imperio Romano invadió y conquistó España desde el siglo III A.C., arrasando y aniquilando los habitantes de la Península Ibérica, a nadie se le ocurriría hoy decir que Roma es la culpable de la aniquilación de España y del sometimiento injusto de ese pueblo, porque la historia es al final una sucesión de conquistas.
El terrorismo bajo el neologismo “conflicto mapuche”
Otra palabra que los progresistas han puesto de moda es el “conflicto mapuche”, con lo que quieren aludir a una disputa entre dos partes, como si hubiera algún dilema a resolver del que la sociedad sería tributaria. Lo que esconde el uso de este neologismo, en cambio, es que se trata de actos de terrorismo que activistas en nombre del pueblo mapuche, despliegan en el sur chileno y argentino. Esto nada tiene que ver con la existencia de un problema con los mapuches como pueblo; estarían logrando su propósito si los identificamos con estos criminales. El accionar de estos grupos, siempre violento, incluye ocupación de tierras, cortes de rutas, imposición de peajes, pero también secuestros, robo de ganado, asesinatos, torturas y enfrentamientos armados. El país sufre esta violencia con organizaciones que reivindican la lucha armada y de donde surge una peligrosa deriva: la pretendida Nación Mapuche -lo mismo sucede en la Argentina. Estas organizaciones son violentas pero no son idiotas: pretenden quedarse con pozos petrolíferos, zonas turísticas únicas y bosques sembrados con tecnología de punta.
El relato del supremacismo mapuche no difiere en su filosofía de otros similares, todos anticapitalistas, y aunque no todo indigenismo es segregacionista, nunca responde a los parámetros occidentales de la democracia liberal. Demandan del mundo moderno todos los privilegios, pero se despegan de sus obligaciones. El terrorismo desplegado en nombre de los mapuches, pero curiosamente inundado de progresistas, es la manifestación más escandalosa de esta filosofía y, ciertamente, la más acorde a la herencia del terrorismo marxista de la que hoy toman prestadas metodologías, dirigencia política y formas de financiación.
Por eso es que no viene al caso discutir si los mapuches estaban o no antes de la Constitución de la República de Chile, como tampoco interesa distinguir qué tribu masacró a otra, cuál anexionó a quién, ni si los separatistas violentos vienen de Chile o de Marte. Es más, resulta peligroso determinar la originariedad de unas u otras comunidades sin abrir de este modo las puertas a nuevos reclamos segregacionistas que podrían llevar a una espiral interminable. Porque la llegada de los primeros habitantes a Chile se produjo hace 15.000 años, a partir de las últimas glaciaciones (producto de cambios en el clima, dicho sea de paso, que es algo que ha existido siempre y en todos los casos sin la presencia siquiera del hombre en el planeta), que permitieron que se redujera el nivel de aguas en el estrecho de Bering para convertirse en un puente cruzado por grupos de Asia. Lo cierto es que desde la primera cultura Chinchorro a la dominación Inca hasta el norte del Río Maule, pasaron por el territorio chileno innumerables grupos humanos que fueron evolucionando merced a la conquista y al mestizaje, que llegaron de diversas partes del mundo para aportar su cultura, su trabajo y su esfuerzo. El debate acerca del derecho a bienes y servicios basado en la ascendencia indígena implica el rechazo a esa historia, y por consiguiente, a nuestra cultura. Desprecia la huella que, en los criollos, tiene el clásico grecorromano, la moral judeo-cristiana, el desarrollo científico del Renacimiento y el individualismo liberal que forja la República. La historia universal evolucionó gracias al revoltijo y a la amalgama. Finalmente, todos tenemos un mismo origen y trazar la línea como originaria hace cinco o hace quince siglos es totalmente arbitrario.
Hace ya dos siglos que los chilenos son chilenos y punto, todos con los mismos derechos. Lo que se está viviendo no es una reivindicación por un legado atroz e injusto cometido hace quinientos años, sino un extorsión montada sobre la utilización espúrea de la lengua: algunos vivos bucean en alguna asimetría, no importa que tenga siglos de antigüedad, identifican un colectivo como víctima y le otorgan un halo de santidad bajo un neologismo, y se largan a gerenciar la lucha contra la supuesta hegemonía que amenaza su existencia. El conflicto queda reducido a un esquema binario, en este caso colonizador vs. indígena, y el enemigo es a quien se quiere aniquilar, siempre Occidente y su cultura. Los datos no importan. Lo importante es ser el dueño del más débil, de esa víctima de la sociedad, aunque ni la propia víctima se reivindique como tal.
Este reclamo delictual no existiría sin el aval o el dejar hacer estatal, por lo que la actual situación de caos no se habría dado si la clase dirigente no hubiera sembrado ese camino. No hay justificación para que el Estado financie organismos que se confabulan contra sus propias bases, que conspiran contra la igualdad ante la ley, que otorgan pertenencias arbitrarias basadas en la autopercepción y que abogan por estatutos jurídicos diferenciados según la raza o privilegios de sangre. La así llamada “cuestión mapuche” es una mascarada que encubre acciones criminales de unos pocos activistas terroristas, permitida o apoyada por algunos funcionarios que a estas alturas ya se va tornando habitual y lo que es peor, se va naturalizando. Tanto es así que hoy mismo Chile tiene una Convención Constituyente en la que que con poco más de 89.000 votos y siendo el grupo menos votado, los “pueblos originarios” ocupan 17 bancas gran parte de ellas de activistas, mientras que quienes representan a más de 504.000 sufragios -el grupo que le sigue en números de votos- solo ocupan 11 bancas, en las que se encuentran representados numerosos descendientes de indígenas que reclaman su derecho a ser reconocidos como chilenos y a disfrutar los beneficios de esa sociedad para la que ellos y sus antepasados han contribuido tanto como cualquiera de nosotros. (El Líbero)
Eleonor Urrutia