El horror está aquí con nosotros.
Desde el 11-S la humanidad no se estremecía ni unía como lo ha hecho en estos días con los asesinatos en París. Crímenes como este los hay todos los días en todo el planeta. Pero aquí las víctimas fueron unos héroes sencillos que defendían, sin dejarse amedrentar por las amenazas, el derecho de todos nosotros a expresarnos, no importa el lugar del mundo que habitemos. Y tuvo como teatro a esa Francia, esa nación vieja pero vital, porfiada pero digna, reflexiva pero unida, aporreada pero erguida, tal como lo acaba de mostrar al mundo con la marcha del domingo, revalidando su lugar como patria de la libertad y la tolerancia, como cuna de los derechos humanos y de la democracia moderna.
Lo más fácil es acusar de lo ocurrido a los inmigrantes musulmanes. De lo que se deduce una respuesta muy simple: expulsarlos de Francia y de Europa, y cerrarles las puertas para siempre.
Pero el asunto no es tan sencillo. Los asesinos eran franceses hijos de ancestros extranjeros. Esto es, tan franceses como Manuel Valls, el Primer Ministro, hijo de español; o Nicolás Sarkozy, hijo de húngaro; o Charles Aznavour, hijo de armenios; o Yves Montand, nacido en Italia; y así podríamos seguir con figuras que forman parte de la identidad francesa y que tienen raíces extranjeras. En suma, los asesinos que a nombre de un Estado Islámico imaginario se proponían matar lo más valioso de Francia, como son la libertad y la tolerancia, reivindicando aquello de lo cual esta ha buscado defenderse a través del laicismo republicano, como es el fanatismo religioso, eran franceses, no extranjeros. Más que otras naciones europeas, Francia ha sido formada por oleadas de inmigrantes de los más diversos orígenes -rusos, polacos, judíos, italianos, armenios, árabes, españoles, portugueses, africanos, latinoamericanos-. Y a diferencia de otras sociedades, Francia eligió no alojarlos en ghettos , sino asimilarlos a la nación hasta borrar sus adhesiones culturales y formas de vida originarias. Lo que funcionó exitosamente, incluyendo a los padres de los asesinos. Pero con estos falló.
Pero su caso no es aislado. Son miles los jóvenes franceses -en su mayoría, pero no todos con ancestros árabes- que se han sumado al ejército del Estado Islámico en Siria e Irak, o que le prestan apoyo desde Europa. ¿Por qué lo hacen? Lo más obvio es imputarlo a un factor exógeno, como es el poder alcanzado por los grupos extremistas en el mundo islámico. Pero esto abre otra pregunta: ¿por qué logran ser seducidos por esos grupos, que de una u otra manera han existido siempre? Porque sienten que Francia -su país- no les ofrece un horizonte que dé sentido a sus vidas, como sí se los ofreció a sus padres o abuelos. Esta frustración la vuelcan en ira no contra sí mismos, sino contra Francia y lo que esta representa. Y encontraron en el yihadismo, con su mezcla de fanatismo religioso y culto a la violencia, el medio para vengarse contra una sociedad que sienten les dio la espalda y llenar de sentido vidas que, de otro modo, parecen condenadas al vacío.
Algunos dirán que los eventos recientes en París revelan el fracaso del modelo francés de integración. Es cierto. Pero ojo: lo mismo sucede en Gran Bretaña, cuyo sistema de integración es enteramente diferente al francés. Se trata, pues, de una crisis más profunda, que podría perfectamente estar incubándose en otras latitudes. Por ello es mejor evitar las respuestas simplistas que llevan a erguir chivos expiatorios y rehuir la reflexión sobre lo que está funcionando mal en nuestras propias sociedades. Uno tarda en darse cuenta, pero el horror está aquí con nosotros. (Emol)