Ahora que la Convención entrará a debatir los temas de fondo, la reflexión sobre el régimen político cobra una urgente actualidad. Acertar con el diseño institucional del Estado es uno de los mayores desafíos del proceso constituyente.
El tema debe enmarcarse en una concepción del Estado como sistema de instituciones, procedimientos y normas que va más allá de la opción entre presidencialismo, parlamentarismo o alguna fórmula intermedia. Ese engranaje de toma de decisiones es cada vez más complejo para responder a los problemas de una sociedad que ha dejado la simplicidad de las relaciones que dieron origen a la teoría política clásica.
Para definir el régimen político hay que tener en cuenta la descentralización del poder en las regiones y la llamada área de la neutralidad de las instituciones autónomas que no forman parte de la división tripartita del poder y cuya competencia las sustrae del debate partidista y de la influencia tanto del Gobierno como del Parlamento. Me refiero a organismos como el Banco Central, el Servicio Electoral, la Contraloría General de la República o el Ministerio Público.
Hay tres alternativas bien conocidas: presidencialismo, que impera en América Latina y EE.UU.; parlamentarismo, predominante en Europa, y semipresidencialismo, que existe en Francia, Portugal y Perú. Arturo Fontaine, en un libro titulado “La pregunta por el régimen político”, da sólidos argumentos en favor del presidencialismo, que comparto. Ellos se refieren tanto a la legitimidad popular del mandato político, al desprestigio del Parlamento y al hecho de que ni el parlamentarismo ni el semipresidencialismo evitan la concentración del poder en manos de un líder político, como se advierte en Hungría o Polonia, donde imperan autocracias disfrazadas.
Las dos alternativas al presidencialismo pueden derivar en inestabilidad política, bien porque las fuerzas parlamentarias no logran acuerdo para formar gobierno —como ha ocurrido en Holanda, Bélgica o Israel—, o porque se suceden los gobiernos al perder la mayoría parlamentaria —como suele suceder en Italia o en el Perú—, o porque los partidos “bisagra” con escasa representatividad adquieren una importancia decisiva.
En el modelo semipresidencial, que separa al Jefe de Gobierno del Presidente debiendo contar con aprobación del Parlamento, se añade al menos otra dificultad: la eventual cohabitación de coaliciones políticas diversas al interior del Poder Ejecutivo —lo que ha acontecido varias veces en Francia— generando competencia en el gobierno con miras a las próximas elecciones. La cohabitación reafirma la desconfianza ciudadana frente a las autoridades, por su ineficacia o por considerar que los partidos que comparten el poder terminan respondiendo más a sus intereses que al de la nación.
En el sistema presidencial existen diversos mecanismos para que un gobierno pueda sortear la dificultad de no contar con mayoría parlamentaria, comenzando por rebajar drásticamente los actuales quorum supramayoritarios. También se pueden introducir incentivos en el sistema electoral.
La Convención debiera orientarse hacia un nuevo sistema presidencial, restringiendo las actuales facultades del Presidente tanto en el proceso legislativo como en el sistema de nombramientos. Paralelamente, hay que perfeccionar las normas que favorecen la disciplina fiscal y la conducción unitaria de la política económica, entre ellas la iniciativa exclusiva de ley en materia de gasto público.
Por último, los convencionales han de considerar que no se trata de una ingeniería política abstracta, sino de cambios acordes con la evolución política y cultural del país. Será la ciudadanía la que deberá sancionar con el voto y con su comportamiento la legitimidad de lo que decidan. (El Mercurio)
José Antonio Viera-Gallo