Concordamos en que la o el Presidente debe ser elegida o elegido directamente por la ciudadanía. No solo por razones de técnica política, sino por necesidad de la subjetividad social.
La modernidad es diferenciación creciente y acelerada de los ámbitos y significados de la vida en común. Frente a ella, la subjetividad individual y los procesos culturales colectivos buscan elaborar representaciones sintéticas de la realidad. Si no, se nos fragmenta. Se busca “construir un mundo” que haga visible la propia identidad, las relaciones con los demás y el sentido en el tiempo. Para estudiosos de la subjetividad en la modernidad —Simmel, Elias, Bauman—, esa capacidad humana para hacer síntesis visible y comprensible de las realidades diferenciadas tiene un límite, tanto individual como colectivo. Se llama “complejidad” a una realidad social cuya diferenciación no puede ser ya reconducida a un centro que la integre y de sentido a sus partes. Y se llama “extrañamiento” o “alienación” al momento en que un sujeto o una sociedad no pueden ya representar y hacer visible de manera creíble un sentido de integración y pertenencia a la realidad en que viven.
La política democrática en la modernidad es un espacio privilegiado para la construcción de orden con sentido colectivo. La deliberación ciudadana elabora la diversidad de realidades y anhelos, y la transforma en la demanda de un actor colectivo —la mayoría—. Es el núcleo de la representación. Pero hay dos amenazas. De un lado, la complejización de las realidades sociales y de la propia institucionalidad política. Del otro, la oligarquización de los colectivos políticos que los distancia de la vida cotidiana de los y las ciudadanas. Allí radica un aspecto central de la actual crisis de representación.
No podemos renunciar a construir un sentido, ni a ser los conductores de nuestra vida en común. Hay que reparar el sentido profundo, cultural y simbólico de la idea de representación política. Ese es el atractivo y el peligro actual del populismo. Plantea una representación simplificada de la realidad en blanco y negro, masas y élites. Ofrece superar el desarraigo con la fusión de las diferencias en torno al líder carismático. Pero no es democrático —anula el procesamiento deliberativo de las diferencias— y es ficticio: no lleva su fusión al orden institucional.
El desafío actual de la representación no se soluciona con parches, críticas al populismo, ni solo con nuevas leyes electorales. Hay que repensar el régimen político. Pero no solo en clave de eficacia institucional, sino en primer lugar en clave de la relación subjetiva y cultural entre el sistema político y la ciudadanía. La diferencia y el diferendo son ya rasgos irreversibles de nuestra realidad compleja. Pero sin una referencia visible e institucional del proceso y resultado de nuestros acuerdos, sin un “representante de lo común en construcción” seremos extraños en nuestra propia ágora. Es el contexto en que debe pensarse la figura presidencial y la forma de elegirla.
La figura presidencial es uno de los símbolos de la vida cívica en común. Su elección sigue siendo en Chile un ritual de pertenencia. Es un cuerpo visible. Como tal visibiliza o simboliza “lo común en construcción”.
El Parlamento representa diferencias. El debilitamiento de los partidos, la volatilidad de las preferencias, la aceleración del tiempo que hace a la política más presentista acentúan aún más las diferencias en su interior. Y esas diferencias se negocian pragmática más que sustantivamente. El vínculo del parlamento con la ciudadanía se vuelve más distante. El parlamentarismo, con su vía indirecta para elegir al gobernante, aumenta la “invisibilidad” de la representación. El Congreso no es el mejor lugar hoy, en Chile, para representar simbólicamente la unidad de lo común.
Por razones análogas, somos partidarios del bicameralismo con una segunda cámara territorial y representación de pueblos indígenas. Eso es redefinirla, más allá de ser simple cámara revisora, lo que cambiaría su comportamiento. Un parlamento unicameral difumina la representación de pueblos y territorios. La segunda cámara sería la representación nítida y visible de la reunión de las naciones de Chile. Por tanto, ha de tener facultades reales, a la altura de lo que significa el reconocimiento de lo que somos: una pluralidad de naciones unidas por un horizonte común. (El Mercurio)
Pedro Güell
Arturo Fontaine