El Leviatán es un monstruo bíblico. Con algo de serpiente, dragón, cocodrilo y pez. Se dice que tiene varias cabezas, todas ellas con cuernos y diademas, y que es hermafrodita. En corto: una pesadilla en serio. Algo a lo que hay que evitar a toda costa. Tanto así, que el mismísimo Job, en su momento de máxima rebelión e ira, maldice a los que maldicen el día y a los que se aprestan para despertar el Leviatán.
El Leviatán también es el título de unos de los libros más influyentes de un filósofo inglés del siglo XVII: Thomas Hobbes. En simple, Hobbes parte de la premisa de que el ser humano es un lobo para el ser humano, y de ahí la necesidad de un Estado fuerte y autoritario que nos permitiría evitar la anarquía y la guerra permanente.
Nuestra Convención Constitucional está a full. Cuesta seguirle la pista. Se percibe, eso sí, bastante improvisación. Si no me cree, écheles un vistazo a las propuestas, sus fundamentos y las discusiones en las comisiones y en el pleno. También han dado muestras de una fuerte tendencia hacia el activismo —en temas como el feminismo, indigenismo, ambientalismo y regionalismo— y de una inclinación hacia el iluminismo de pensar que una Constitución tiene el poder mágico para dibujar las fronteras del futuro, a espaldas de la historia, de las limitadas experiencias comparadas exitosas y de la escasez material a la que estamos condenados quienes habitamos este mundo.
En esas discusiones y textos aparecen —si uno raspa las variadas, contradictorias y poco fundadas razones esgrimidas— Leviatanes. Unos ven un Leviatán en las empresas poderosas, que degluten nuestros recursos naturales, se aprovechan del sudor de sus trabajadores, sin ninguna consideración ética o de sustentabilidad de largo plazo y cabildean en poderosos lobbies. Otros, en cambio, avizoran un Leviatán en el Estado, hábilmente manejado por operadores políticos —con un discurso cínico de bienestar general— que se aprestan a invadir todas las esferas de libertad, sin límite alguno, en beneficio de una pléyade de castas burocráticas.
Un ejemplo de esta caricatura de Leviatanes la encontramos en la discusión sobre el modelo económico y el rol de la libre competencia. Revisando los boletines que se han presentado por los constituyentes, notamos un aire de desconfianza y temor respecto de las empresas.
Quienes temen del Leviatán empresarial quieren que el Estado pueda producir toda clase de bienes y servicios, sin restricción alguna, salvo las que imponga una ley simple, incluso respecto de empresas regionales. También buscan delimitar el campo de la libertad empresarial a múltiples e imprecisos principios. Así, se quiere que la garantía de emprender quede supeditada a límites, tales como: “la función social y ecológica de la propiedad, los derechos de los pueblos indígenas, la protección de los derechos humanos y de la Naturaleza (así, con N mayúscula), la seguridad e integridad del territorio del Estado y la salud pública”. Además, pretenden prohibir “los actos y actividades empresariales privadas que establezcan o tiendan a establecer monopolios, oligopolios, integraciones verticales, integraciones horizontales o abusos de posición dominante en alguna actividad o área económica”, como si tales abusos solo pudieran provenir de las empresas privadas y no de las públicas, y las integraciones verticales y las operaciones de concentración fuesen todas ellas indeseables.
Nuestra actual Constitución, por su parte, limita la actividad estatal, exudando —según algunos— un tufillo de desconfianza hacia el poder público. Establece “el derecho a desarrollar cualquier actividad económica que no sea contraria a la moral, al orden público o a la seguridad nacional, respetando las normas legales que la regulen”, y que “el Estado y sus organismos podrán desarrollar actividades empresariales o participar en ellas solo si una ley de quorum calificado los autoriza”, en cuyo caso tales “actividades estarán sometidas a la legislación común aplicable a los particulares”.
La verdad —creo— puede estar en un punto equidistante. Quizás —y digo quizás, porque estos temas gruesos deben siempre discutirse desde la perplejidad sobre nuestras propias creencias y no desde un púlpito de verdades develadas como si fuesen infalibles—, ni las empresas o el Estado en sí son tan espléndidos. Es más: el Leviatán puede despertar —arrasando con la civilización, el Estado de Derecho y nuestra búsqueda de la felicidad— si buscamos forzar la instauración de un modelo puro y casto, si nos olvidamos de que el poder absoluto deviene en corruptela —venga de donde venga—, y que un sistema sabio y sano es aquel que combine de manera sutil los necesarios contrapesos que deben existir, tanto del poder privado como del público.
Quizás lo prudente sería abandonar esa tendencia destructiva al revanchismo, a creer que podríamos aspirar a un fast track al paraíso terrenal, al maniqueísmo simplón de creernos poseedores de toda la verdad, y consensuar que tanto las empresas como el Estado son necesarios y que el Estado debe mejorar sustancialmente en la supervigilancia del poder privado, antes de pensar en cualquier aventura empresarial.
Así, podría bastar con agregar a nuestra eventual nueva Constitución que el Estado promocionará y defenderá la libre competencia y que si el Estado incursiona en la producción de bienes y servicios, debe hacerlo en un plano de igualdad con las empresas de capitales privados. También se requeriría —pero eso no tiene que estar en la Constitución— inyectarles mayores recursos a las autoridades de competencia y a quienes vigilan el comportamiento de las empresas (tanto privadas como públicas) y de las estructuras del mercado. (El Mercurio)
Felipe Irarrázabal