Salir del laberinto

Salir del laberinto

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¿Cómo se metió Chile en un atolladero político-constitucional de características tales que, en ciertos momentos, dio la impresión de querer dañarse a sí mismo? Está fuera de dudas que el extravío comenzó hace tres años, bajo la presión de la barbarie en las calles, y que el arreglo pactado por los partidos no contribuyó a resolver ninguno de los problemas del país, sino que agregó muchos otros, y peores. Ya vimos en qué se tradujo la dinámica de cuestionarlo todo o casi todo, sin ponderar ni valorar lo que tenemos: allí está el manual para armar un país con varias naciones que elaboró la Convención y distribuye La Moneda.

En la génesis de todo están las visiones estereotipadas o directamente falsas sobre la historia de los últimos 30 años, las que, en los hechos, niegan que haya habido una transición de la dictadura a la democracia. La síntesis de ello ha sido el afán de las izquierdas por demostrar que la Constitución vigente es la misma que firmó Pinochet en 1980, y que, por ende, conserva el estigma de la ilegitimidad de origen. Nada esencial, pues, habría cambiado. Llevada esa mirada hasta las últimas consecuencias, habría que concluir que todos los presidentes de la República que hemos elegido desde 1989 han sido ilegítimos, y que estarían insanablemente viciados todos los procesos institucionales que hubo desde entonces.

Como dijo Sergio Micco, si la Constitución que firmó Pinochet estuviera vigente, el Partido Comunista estaría legalmente proscrito. Además, podemos agregar, no habría elecciones periódicas, libres y competitivas; no estaría garantizada la división de poderes del Estado; carecerían de resguardo las garantías individuales y no estaría protegido el ejercicio de las libertades. Si Boric llegó a ser Presidente, es porque el texto de 1980 quedó en el camino; su autoridad está protegida por las normas constitucionales que hoy rigen.

Vivimos en una democracia consolidada, fruto de una larga faena de construcción que respaldó la mayoría del país, y que debe mucho al sentido nacional con que actuaron las fuerzas políticas que pusieron sus cimientos. La transición que partió con Patricio Aylwin evitó nuevos desgarramientos, creó condiciones para la acumulación de reformas en todos los terrenos, incluido el constitucional, y abrió una ruta de progreso económico y social.

Lamentablemente, el país perdió el paso en octubre de 2019 como consecuencia de la revuelta antidemocrática. Se potenciaron entonces las simplificaciones supuestamente progresistas sobre la justicia social, y resurgieron las antiguas supersticiones revolucionarias sobre cómo crear un mundo feliz. Se debilitó la lealtad con la democracia, y en ello influyó el vacío dejado por los partidos de centroizquierda y centroderecha, que convergieron en el pasado para asegurar el éxito de la reconstrucción democrática y potenciar la colaboración entre el mercado y el Estado como instrumento de progreso, pero que luego, por diversas razones, “se fueron quedando en silencio”.

La Convención funcionó como si estuviera en un país en ruinas, en el que se podía imaginar cualquier cosa. Escuchar a los gestores del proyecto de la Convención, y luego leer lo que escribieron, ha sido una elocuente prueba de que las creencias pueden llegar a ser refractarias a la realidad. Lo prueban las pasiones identitarias, aunque se ha comprobado que allí también funcionan los cálculos de poder. ¿Cómo desconocer, por ejemplo, que el indigenismo es una lógica corporativista que asegura grandes dividendos? De cualquier modo, no sirve validar el fervor sectario en nombre de la justicia. Ello ha estado en el origen de muchas equivocaciones trágicas en la historia.

Necesitamos perfeccionar las reglas de la convivencia en libertad. La Constitución debe cobijarnos a todos, o simplemente no será viable. Intentar imponer un programa a través de sus normas es el camino del conflicto indefinido.

No podemos ver a Chile como un laboratorio en el que se pueden experimentar, una y otra vez, variadas fórmulas constituyentes. ¿Una nueva Convención? Parece humor negro. Es hora de apostar por la estabilidad. En tal sentido, es mejor no proponer nuevos plebiscitos en el caso de que triunfe el Rechazo, y asegurar, en cambio, que el Congreso Nacional cumpla con sus obligaciones.

Hay que sacar a la democracia del laberinto. Ello plantea inmensas exigencias al conjunto del país, pero en primer lugar al Presidente de la República. No debe atizar la polarización y los enconos en momentos en que la violencia amenaza nuestra convivencia. ¿Cuál debería ser su mayor preocupación? Evitar una crisis de gobernabilidad. Tiene que sostener la paz, la libertad y el Derecho en cualquier circunstancia. (El Mercurio)

Sergio Muñoz Riveros