Una derrota necesaria

Una derrota necesaria

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No hicieron todos los esfuerzos que había que hacer para construir acuerdos y así redactar una Constitución que representara a una mayoría transversal y no tuviera que disputarse en una elección voto a voto, polarizada. Ahora dicen que están dispuestos a cambiar su texto partisano, incluso antes que se apruebe. Despreciaron el diálogo y lo llamaron “cocina”, cancelaron al adversario, funaron al que osara insinuar que esa Constitución tenía problemas; ahora dicen “no es perfecta” y “la arreglaremos en el camino”. Dijeron que lo inédito de este proceso constituyente era que había logrado visibilizar a chilenos reales, largamente postergados, haciéndolos protagonistas de esta nueva historia; ahora, entre las cuatro paredes de una negociación partidista, quieren reescribir su propuesta de Constitución, que hasta hace poco era casi un texto sagrado. Y todo para no perder, porque huelen la derrota.

Ellos, los impolutos y moralmente superiores, nunca la han conocido cara a cara. Ignoran que la derrota es una gran escuela, maestra de maestras. Rudyard Kipling, en su famoso poema “If”, le decía a su hijo que una de las condiciones para ser un hombre cabal era el “encontrarte con el triunfo y el fracaso/ y tratar a estos dos impostores de la misma manera”. Pero ellos han ido de victoria en victoria, en una carrera veloz al poder que partió en una asamblea universitaria y terminó en el Palacio de la Moneda. No saben que, a veces, perder es ganar; lo enseñó ese gran maestro “derrotado” en la cruz. La victoria, en cambio, obnubila, enceguece, miente, nos hace creer que somos dioses. La derrota nos obliga a descender, a rumiar lo perdido, a entrar en profundidades, a elaborar el duelo, a crecer. Pero ellos no quieren perder y van a movilizar todos sus recursos, van a darse todas las volteretas imaginables, van a cambiar todos sus eslóganes y consignas (y también su franja), van a travestirse de lo que sea, y abandonar —aparentemente o provisoriamente— esas convicciones que nos dijeron hasta hace poco eran irrenunciables, solo para no sufrir el sabor amargo de la derrota. Transar muchas cosas (habrá que mirar eso con lupa), solo para que el Apruebo no pierda. Esa es la orden de partido, de coalición, de gobierno: no perder.

¿Y por qué le temen tanto a la derrota? ¿Son capaces, de verdad; de hacerse “amarillos” de la noche a la mañana, o todo esto es una operación maquillaje? Empezamos a conocer de a poco su alma. No olvidemos que ellos son “fluidos” (como suele decirse hoy), “dúctiles”, afirman algunos; yo diría más bien expertos en propaganda y elecciones. Camaleónicos cuando la derrota les respira en la nuca. ¿Llegarán algún día a ser gatopardescos? Eso sería muy bueno para Chile, pero no seamos ingenuos, recibamos sus volteretas con beneficio de inventario. ¿Los chilenos volveremos a comprarles y creerles sus súbitas conversiones de último minuto o los obligaremos a convertirse en alumnos de la exigente escuela de la derrota? Una derrota les haría muy bien a estas “almas bellas”. Los obligaría a dialogar, los haría menos soberbios, les quitaría por un rato la pulsión por refundarlo todo y partir de cero, les enseñaría lo que es hacer política y gobernar de verdad un país. Sacaría la mejor parte de ellos mismos.

Gran error cometemos los padres cuando sobreprotegemos a nuestros hijos del sufrimiento y las caídas. Los ciudadanos tenemos en este plebiscito la oportunidad de ponerles un poco de límites a quienes estuvieron a punto de convertirnos en plurinación fragmentada (entre otras cosas) cuando sintieron que lo podían todo. Sin esa derrota, la euforia, la embriaguez, el delirio refundacional volverán a apoderarse de ellos, y todo lo que nos prometen ahora lo olvidarán cuando los visite de nuevo la victoria, esa vieja impostora y embaucadora que los ha malcriado, haciéndoles creer que la realidad se amoldará siempre a sus sueños y deseos. Sí, hay que regalarles una derrota (una que sea), o terminarán por incendiar otra vez la “casa de todos”. (El Mercurio)

Cristián Warnken