Era un riesgo que un triunfo del Rechazo se transformara para Boric en el 18 de octubre de Piñera. Ya no es un riesgo. Es una realidad.
De facto el Gobierno perdió su programa, perdió su mística y perdió su sentido histórico.
Todo lo que se dijo hace un año, ya no corre. No solo no será factible de hacer, sino que la mayoría de la gente no quiere que se haga.
Y si bien en la época de Blanco Encalada no había encuesta Cadem, probablemente nunca un gobierno en la historia de Chile había tenido tan poco apoyo transcurrido tan poco tiempo.
Y la pregunta es inevitable: ¿cómo se sigue adelante?
Y el problema tiene cuatro dimensiones.
En primer lugar: el Presidente. La mística del Presidente, su —pese a todo— disposición al diálogo y su contraste con José Antonio Kast, catapultó en poco tiempo su popularidad y lo instaló en la Presidencia de la República. Seis meses antes de la elección nadie lo imaginaba. Seis meses después de la elección tampoco. La magia (y de paso la popularidad) se esfumó. Pero ya decía Maquiavelo que a quien la suerte le ayuda a llegar al gobierno con poco esfuerzo, lo normal es que requiera mucho esfuerzo para mantenerse.
¡Exijo respeto! Dijo recientemente ante un interpelador. Y tiene razón, la encerrona que le hizo el nonagenario dirigente de las pymes, con cántico a Carabineros incluida, es tan inaceptable como la improvisación de La Moneda para exponer así al Presidente. Pero es signo inevitable de la pérdida de autoridad y de afecto.
En segundo lugar: el programa. Los programas de gobierno no se leen, pero ponen la música. Y el programa del actual Gobierno estaba hecho en función del cambio profundo que los chilenos demandaban y que serían posibilitados por la nueva Constitución. Pasó lo que pasó y llevarlo a cabo no solo no es posible fácticamente, sino que la gente, o no quería o cambió de opinión. A tal nivel es aquello, que no sería raro que terminemos con una marcha en favor de mantener las AFP. La bandera mapuche nunca más se vio y las muestras de adhesión a Carabineros empiezan a ser cada vez más cotidianas.
En tercer lugar: el contexto. El Presidente es el emblema del octubrismo en un país que se transformó en septiembrista. Y si hace tres años se iluminaba la palabra “dignidad” en la “plaza Dignidad”, hoy debiera iluminarse la palabra “orden” en la Plaza Baquedano. Y donde salía “fin a los abusos” hoy podría salir “basta de inflación”. Entonces el Presidente actual no calza con el nuevo contexto. Está intentando bailar ballet vestido de huaso.
En cuarto lugar: la coalición de gobierno. El oficialismo está compuesto no por dos almas, sino que por tres. Y que son irreconciliables. La primera alma es la vieja Concertación. Con sus virtudes y defectos (y con los cambios que ellos mismos han experimentado). La segunda alma son los jóvenes que tienen “escala de valores distinta”. Son quienes recién se enteran de que ni todo lo hecho estaba malo ni de que gobernar era fácil. El tercer grupo son los comunistas. Quienes esta misma semana reivindican el marxismo leninismo. Quienes cargan en su espalda las atrocidades de un partido que prácticamente no ha convivido con la democracia en el mundo.
El problema es que, caído el Presidente, caído el programa y cambiado el contexto, la coalición no es posible sostenerla. Las almas toman vida propia. Y de manera irreconciliable.
Y sin coalición, lo que queda es el Presidente. El problema es que ya no corre el afecto. Mal que mal, el propio Maquiavelo decía que “los hombres son ingratos, volubles, simuladores, cobardes ante el peligro y ávidos de lucro”. Y sin afecto y sin programa solo queda apelar a las virtudes propias de Gabriel Boric. Y ello no es garantía de nada.
Así las cosas, los 3 años, 4 meses, dos semanas y cinco días que quedan de gobierno se pueden hacer largos. Muy largos. (El Mercurio)
Francisco José Covarrubias