Se encuentran actualmente en discusión las reformas emblemáticas de este gobierno; tributaria y previsional, ambas de gran envergadura, por lo que el análisis de sus efectos cobra gran importancia. Luego de revisar los informes realizados por el Ministerio de Hacienda sobre su impacto esperado, me surgen dos conclusiones; primero, estos análisis son un insumo necesario y muy valioso, y segundo, deberían ser elaborados por organismos independientes para ser creíbles. La Comisión Nacional de Evaluación y Productividad (CNEP) y el Banco Central parecen ser mejores opciones a que lo hagan los expertos del ministerio que empuja la reforma, que, por razones evidentes, tiene un conflicto de interés en su elaboración, que los sesga a presentar efectos esperados muy favorables. Los resultados me generan varios cuestionamientos, algunos de los cuales planteo a continuación.
Un primer aspecto que llama la atención es que el análisis de la reforma tributaria (RT) estima no solo el impacto negativo en el crecimiento de los mayores impuestos, sino también el efecto que genera el mayor gasto fiscal. Esto parece correcto si busca medir el resultado agregado de la reforma, pero lo curioso es que cuando se analiza la reforma de pensiones (RP), se estudia el efecto del mayor ahorro en el crecimiento, seguramente positivo, pero no se analiza cómo se financian esas mayores cotizaciones ni tampoco el aumento de la PGU. En el análisis de “equilibrio general” de la reforma, los cerca de US$ 5.000 millones de costo anual salen de la nada, no se considera su impacto en el gasto privado. Para ser coherentes, ¿no debería también la reforma de pensiones medir el efecto de los mayores impuestos que se requieren para financiarla? ¿Por qué en un caso se miran las dos caras de la medalla y en el otro solo uno? Es inevitable pensar que el criterio utilizado es mostrar efectos positivos en ambos casos.
Si ahora miramos el estudio de la RT, este se centra en mayor medida en los beneficios que generará el aumento del gasto público, dado que es bastante evidente que los mayores impuestos al capital dañan el ahorro e inversión privados, por ende, también el empleo y el crecimiento (el estudio no analiza ese efecto negativo en el empleo). Los resultados llaman la atención, especialmente por una fe casi ciega en la inversión estatal en investigación y desarrollo, que explica más de un 70% del efecto positivo del gasto público, y que genera un aumento de 3,2% en el PIB per cápita. Recordemos que cuando se aprobó el impuesto específico a la minería hace más de 15 años, también se dijo que el objetivo era generar crecimiento a través de mayores recursos a investigación y desarrollo. Desde 2008 el royalty ha recaudado más de US$ 7.000 millones, y no es para nada claro dónde están los beneficios que se proyectaban. Tenemos en esta materia al menos dos problemas graves, que generan escepticismo sobre este objetivo de la RT. El primero es la ineficiencia e ineficacia del Estado y el segundo es el déficit de capital humano necesario para convertir a Chile en una economía del conocimiento. Lo mismo es cierto sobre el aumento del gasto en educación que generaría la RT, y que permitiría también un aumento del ingreso per cápita. En los últimos 15 años el gasto del Estado en educación ha aumentado en 2,5 puntos del PIB, no parece estar generando los efectos esperados. En definitiva, los beneficios en crecimiento esperados de la RT parecen tener un sesgo muy optimista.
Por otra parte, el estudio de impacto regulatorio de la RP no solo deja de lado el efecto que genera su financiamiento en el crecimiento, sino además se contradice a sí mismo. En efecto, cuando se analiza el impacto en formalidad laboral del aumento de la PGU, se concluye que “el aumento de la PGU a $250.000 no tendrá impactos significativos en la oferta laboral del sector formal”, debido principalmente a que el aumento de la PGU es un ingreso muy lejano en el tiempo, y que por lo tanto, no genera un desincentivo a trabajar formalmente. Sin embargo, cuando se analiza el efecto de la cotización del 6%, se concluye que debido a los subsidios que reciben en sus pensiones los sectores de bajos ingresos, a pesar de que son igualmente lejanos, en este casi sí se generan incentivos a cotizar, lo suficientemente potentes para que en el 20% más pobre el empleo formal aumente un 11%. Curioso, por decir lo menos.
Por último, y aunque se trata de un aspecto de economía política, cuando se compara la capitalización individual con el seguro social, nada se dice de los evidentes riesgos de captura, producto de que el Estado podría llegar a controlar un porcentaje muy significativo del mercado de capitales. Y no se trata solo de un eventual gobierno populista, luego de que hace pocos días la ministra del Trabajo en una presentación frente a CUT diera un énfasis muy marcado a la idea de que los recursos ahora irían a un “inversor público”, que lleva indudablemente a preguntarse sobre las diferencias que genera la inversión privada de los recursos. (El Mercurio)
Cecilia Cifuentes