Aunque uno de sus gritos de guerra más conocidos es “el pueblo unido jamás será vencido”, la izquierda tiene una particular tendencia a la fragmentación partidista y al faccionalismo. Así como la Unidad Popular de Allende estaba profundamente dividida en los meses anteriores al golpe militar de 1973, la coalición izquierdista de gobierno del Presidente Gabriel Boric pasa por un momento particularmente complejo de fragmentación y conflicto interno. Incapaz de poner de lado sus diferencias para empujar juntos un mismo proyecto, los partidos de izquierda nuevamente muestran que, cuando llegan al poder, se dedican más a pelearse entre ellos que a combatir a los que presumiblemente son los adversarios que oprimen al pueblo y dificultan la construcción de la vía chilena al socialismo.
Por cierto, para que nadie se preocupe, no se augura en Chile un nuevo quiebre democrático. Pese a las repetidas referencias que regularmente hace Boric a la figura del malogrado doctor socialista, Boric dista mucho de Salvador Allende. Pese a su ambiciosa promesa de convertir a Chile en la tumba del neoliberalismo, Boric no representa una amenaza al modelo económico que ha tenido el país desde el retorno de la democracia. Allende, ya desde su primer año en el poder, tomó pasos concretos y acelerados para cumplir sus radicales promesas de campaña. En cambio, ahora que está por cumplir un año en el poder, cualquier temor que hubiera podido existir sobre la potencial transformación que produciría en el país el gobierno de Boric ya se ha disipado. Igual que una tormenta que finalmente nunca llega, Boric pasó de ser una preocupante amenaza para el statu quo económico a ser una causa de vergüenza nacional por los constantes errores no forzados, la ineptitud en la gestión y la incapacidad de hacer bien la pega. Aunque nadie debiera dudar de la intención de Boric de sepultar al neoliberalismo, después de un año en el poder es evidente que Boric no tiene ni la fuerza para usar la pala ni la habilidad para comenzar a excavar.
Pero lo que sí parece un poco más difícil de entender es esa irresistible inclinación de la izquierda por la fragmentación y las peleas internas. Desde el día uno en el poder, los partidos del oficialismo se negaron a formalizar la existencia de una coalición de gobierno. Los partidos y el propio gobierno hablaban, sin hacer mucho sentido, de las coaliciones de gobierno—en plural. En la convención constitucional, pese a tener una amplia mayoría, la izquierda fue incapaz de construir una bancada que pudiera enrielar el proceso y llevarlo a feliz término. La división en la izquierda terminó por sabotear la inmejorable oportunidad de remplazar la constitución de Pinochet con un texto redactado en democracia.
Ahora que se acerca la fecha límite para inscribir candidaturas para la elección del Consejo Constitucional, la izquierda nuevamente da un triste espectáculo de fragmentación. Desde los partidos hasta los expresidentes Bachelet y Lagos se muestran los dientes y parecen privilegiar sus diferencias por sobre todo lo que los une.
Es cierto que la derecha también va dividida. Pero la derecha está en una posición mucho más cómoda. La derecha defiende el statu quo constitucional. Además, ya tiene de su lado la garantía de los bordes constitucionales, una mayoría en el comité técnico de admisibilidad (los juristas) y en la comisión de 24 expertos. La derecha solo tiene que defender que se mantenga lo que ya está en la constitución. La izquierda, en cambio, tiene una tarea más difícil: cambiar el texto de la constitución actual. La izquierda por años había convertido al proceso constituyente en su bandera de lucha. Desde la campaña de 2009 que los candidatos de ese sector prometen nueva constitución. Por eso, la división de la izquierda es mucho más difícil de entender que la incapacidad de la derecha para ir en una sola lista.
Ahora que solo le queda una carta para tratar de cambiar el rumbo de lo que parece encaminado a ser la legitimización de la constitución de Pinochet (modificada, es cierto, pero constitución promulgada en dictadura, al fin y al cabo), la izquierda dilapida su último tiro dando a entender que lo que los divide es más fuerte que aquello que los une. En síntesis, sus diferencias actuales son mayores que su voluntad de remplazar el legado autoritario en la constitución.
Tal vez la izquierda logre unirse en el último minuto y llegue en una sola lista para la elección de mayo. Aunque eso pudiera no ser suficiente para evitar lo que parece encaminado a ser un nuevo revés en las urnas para el sector. Pero el hecho que la división del sector haya sido la tónica en lo que va del gobierno de Boric anticipa que, igual que cuando Allende fue presidente, la izquierda se confundirá en sus propias disputas internas. Antes de ponerle la lápida al neoliberalismo en Chile, la izquierda se pasará un buen tiempo en peleas internas sobre cuál es el mejor cementerio para enterrar a un adversario que hasta ahora no ve amenazada su existencia. (El Líbero)
Patricio Navia