Los mapas cambian y muchas veces de improviso. Basta ver cómo era, por ejemplo, el mapa europeo en 1917 o en 1988, o enumerar cuántos países existían en Africa y Asia en los años previos a los procesos de descolonización. En todos aquellos casos, la transformación fue abrupta, total e irrumpió con una energía devastadora, dejando obsoletos los análisis previos.
De pronto se descubrió que habían anidado allí “fuerzas profundas”, con carácter centrífugo. Las mismas que Pierre Renouvain estudió en sus seminales trabajos sobre historia de las relaciones internacionales en la primera mitad del siglo pasado. A su hallazgo conceptual, sólo cabría agregar -y subrayar – el carácter cíclico de tales cambios “epocales” o “tectónicos”. Nada perdura mucho tiempo.
Aún más. La evidencia histórica muestra que ningún continente escapa a la acción metamórfica de las “fuerzas profundas”. Además, que su impacto está dado por una curiosa propensión a ver inicialmente todas las grandes transformaciones en términos más bien sutiles. Eso explica la fuerte incredulidad cuando sobreviene una consecuencia y luego otra. Todas, difíciles de imaginar en los momentos previos.
Esta inclinación por las tonalidades suaves afecta inclusive a numerosos especialistas. De ahí la estupefacción ante las cuasi insondables alteraciones en el mapa europeo provocados por la implosión soviética y las guerras en la antigua Yugoslavia. Hasta los minutos anteriores a la hecatombe, todo aquello se consideraba inverosímil. Hace algunos años, N. Taleb estudió estas inclinaciones y las llamó “cisnes negros”. Es decir, cambios imprevistos y raros, pero con efectos catastróficos. El último de ellos fue el COVID.
Sin embargo, los “cisnes negros” de Taleb se mostraron insuficientes a la hora de tratar de comprender la magnitud real de algunas de las grandes transformaciones. Por eso, en la economía surgió rápidamente un concepto derivado, el de los “cisnes verdes”. Es decir, eventos apreciables en su inminencia y su gravedad general, pero incuantificables en lo específico e inescrutable respecto a sus efectos perturbadores.
Un ejemplo de tales cisnes serían los huracanes en el Caribe. A su vez, en el Foro de Davos de 2013, apareció otro concepto, el de los “rinocerontes grises” para designar aquellos riesgos de alta probabilidad y de gran impacto, como los ambientales o tecnológicos. Son aquellos que están ahí y, pese a ser conocidos y evaluados, se ignoran, esperando la colisión para reaccionar.
Parte importante de esta metodología se aprecia en el interesante estudio National Risk Assessments of Cross-Border Risks de Kevin Kohler, publicado recientemente por la prestigiosa Eidgenössische Technische Hochschule Zürich.
Las tres opciones señaladas es necesario tenerlas a mano a la hora de reflexionar sobre el devenir latinoamericano, el cual se ha vuelto excepcionalmente volcánico estos últimos años. Demasiados hechos de violencia sacudiendo a casi todos los países de la región. Varios de ellos merodeando a la sombra de guerras civiles.
Dentro de ese ambiente de posibles grandes transformaciones regionales, se observan algunos países azotados por un nuevo tipo de conflictividad, marcada por una violencia beligerante, refundacional y, quizás lo más preocupante, no solucionable en marcos locales. Es una conflictividad alarmante, polarizadora y laberíntica.
Quizás países como Bolivia, Argentina, Perú, y el propio Chile, al estar viviendo situaciones excepcionalmente complejas, podrían ubicarse ad portas de cisnes verdes o de rinocerontes grises.
Sus sociedades se han polarizado en extremo y las raíces de sus respectivas conflictividades se pierden en un subsuelo anárquico y confuso. Pareciera que empiezan a adentrarse en conflictos que cuestionan el dictum orteguiano de que las naciones permanecen unidas en tanto participan de sugestivas ideas de un proyecto en común.
Cabe hacer presente que esa violencia beligerante y refundacional es tan jacobina como la practicada por las guerrillas de las décadas previas, pero exhiben ahora un importante añadido. Va acompañada de un discurso refundacional orientado a disolver los relatos nacionales. Ese es el aditamento que sugiere la posibilidad de algún cisne o rinoceronte.
La experiencia está demostrando cómo este tipo de violencia se aprovecha de las llamadas áreas sin ley o espacios vacíos (existentes desde siempre en América Latina), para echar raíces profundas. Es en esos puntos donde converge con la criminalidad organizada o la delincuencia común.
Eso explica por qué la violencia beligerante y fundacional no es susceptible de ser abordada como tantas otras a lo largo de la historia. No se le puede salir al paso con aquella poco discreta combinación de tráfago cotidiano y aburrimiento, rabia o frustración de sus instigadores, que acabó con las guerrillas en los 60 y 70. Ahora se requiere una movilización de todos los recursos del Estado.
Surge aquí entonces una duda adicional. ¿Será esta violencia refundacional portadora de gérmenes separatistas?
Esta línea de razonamiento exhibe dos caras de una misma moneda. Como se sabe, por un lado, los estallidos vandálicos, con indisimulado tinte insurreccional, y, por otro, los fríos cálculos fraguados en catacumbas intelectuales.
Es en estas últimas donde se sitúan grupos mesiánicos, redescubriendo el viejo axioma de Marx en el sentido de que la violencia es la partera de la historia. Es allí, en el fondo de esas grutas revolucionarias, donde se pergeña el deseo de romper con la continuidad institucional y dar paso a algo nuevo.
El punto es que ninguno de esos grupos tiene mucho que ofrecer, salvo slogans igualitaristas. Ni sus propios líderes saben con exactitud hacia dónde pueden o desean mover sus sociedades. Y dado que estos grupos ya tienen asumida la ausencia de condiciones para el tradicional asalto al palacio de invierno, al estilo bolchevique, sus esfuerzos se limitan a búsqueda de grandes causas e ir sorteando coyunturas. “Haciendo camino al andar”, como suelen recordar.
Este es el marco, donde la violencia refundacional ha empezado a coquetear con el separatismo étnico. Aquí encontramos el componente central de la agitación que comienza, por ejemplo, a desbrozar en el sur de Perú. Allí asoma una “república aymará”, al amparo de una cultura anterior a los Estados hoy existentes.
Una adaptación de esta misma idea sobrevoló con intensidad las autonomías plurinacionales del proyecto constitucional chileno. El rechazo detuvo el esfuerzo, mas no lo erradicó y bien se podrían registrar nuevos intentos de configuración étnica. Si tal idea prospera, el tamaño del fracaso el 4 de septiembre indica que cualquier nuevo intento deberá acotarse a espacios más reducidos geográficamente.
Desde el punto de vista conceptual, sería inconducente no aceptar que se está en presencia de una apuesta original, donde incardinan dos asuntos que parecían en las antípodas. Algo sencillamente inimaginable.
En efecto, se observa aquí, por una parte, la recurrencia mecánica al axioma de la violencia de Marx, aplicado posteriormente por Lenin y destinado a derrocar a los zares. Y, por otra, se detectan elementos claramente extraídos de los manuales del racismo sudafricano, propios del legado de Johannes Strijdom. La etnia como nuevo sujeto social y con carácter transfronterizo es un receptáculo bizarro, pero nuevo y útil, para cualquier aventura separatista.
El auge de esta derivada étnica de la violencia revolucionaria se debe, tanto a la fuerte precariedad institucional de los estados latinoamericanos, como a la veleidad de los habitantes de estos países para aceptar propuestas demagógicas una y otra vez. El resultado del plebiscito en Ecuador (un país fuertemente fragmentado) es el ejemplo más reciente. Este cóctel está generando un asedio letal a la gobernabilidad y dificultará enormemente las perspectivas de erradicación.
No cabe duda que en ciertas zonas latinoamericanas hay en estos momentos un trasiego de “fuerzas profundas” y quizás devastadoras, que vayan a cambiar los mapas regionales. Quizás también de improviso.
Por ahora cuesta visualizarlas. Nadie podría afirmar con certeza si se está frente a un cisne o a un rinoceronte ni cuánto tiempo faltará para verificar el tipo de desafío que se avecina. (El Líbero)
Ivan Witker