La escritora Hallie Rubenhold cuenta que, a finales del siglo XIX, en la Plaza Trafalgar, en pleno centro de Londres, dormían alrededor de setecientas personas en el suelo. Vagabundos, desposeídos, mujeres abandonadas. En otras plazas pasaban las noches también decenas o cientos.
En Santiago, el bandejón central de la Alameda permite visualizar grupos que, en ciertas épocas, mal contados, podrían ser centenares. Sumadas las otras plazas y bandejones, son muchos más. El Hogar de Cristo indica 16 mil en el país.
Hoy Londres es, como en 1888, una gran capital. Pero la gente durmiendo en las calles es escasa. Son individuos, no grupos. Todo eso sin decir que las capacidades humanas y materiales de los albergues son muchísimo mejores que antaño. Santiago es, ciertamente, también una gran capital. Está parecido al Londres de hace un siglo en los términos del alojamiento de los marginados en sus calles.
A finales del siglo XIX, merodeaba en Londres Jack el Destripador. Nunca se pudo dar con él. La capital del Imperio era una ciudad peligrosa. Las calles y plazas inseguras, se disponían a cobrar sus víctimas por las noches. Aunque no tengamos nuestro Jack el Destripador, en Santiago hay bandas de criminales tanto o más peligrosas que él. Gente de armas y recursos que no trepida en asesinar.
Por las calles de Londres, se ven cursos completos de niñas y niños de ocho, diez, doce años, caminando con uniformes de distintos colores, mientras sus docentes les hablan cuidadosamente. Pasan por lugares históricos, sin miedo a nada de la calle. En el centro de Santiago, y digo el centro de la capital de Chile, algo así no es posible hoy.
Londres y Santiago parecen llevarse un siglo, al menos, en sus capacidades de brindar uso pleno y seguro a sus espacios públicos y cobijo a los más pobres. La tarea de recuperar el siglo y avanzar hacia formas de ocupar el espacio y superar la marginalidad, es compleja y trasciende los límites de esta columna.
En lo concerniente al espacio, sin embargo, puede adelantarse que ello requiere la operación conjunta de diseñadores, urbanistas, arquitectos, policías, pero también ingenieros que sepan de fierros y cemento, mecánica contundente. Además, y especialmente, de historiadores y literatos que reparen en los ejes de los relatos del futuro.
La otra opción es la sudafricana. De conjuntos financieros y comerciales “recuperados”, asépticos, que transcurren, con sistemas de pasarelas y estacionamientos subterráneos, como una ciudad paralela, por encima del peligroso centro de la ciudad real abandonada. Aquí los edificios han llegado a ser tomados por bandas, que los entregan en uso a grupos marginales. Y ni la policía ni los cursos de niños, entran. (La Tercera)
Hugo Herrera