Klaus Schmidt-Hebbel ha hecho bien al plantear la necesidad de un régimen parlamentario. Comparto su convicción de que entre nosotros el presidencialismo está superado. Variadas publicaciones académicas le dan la razón. En 2017, en un libro que escribiéramos con Jorge Burgos e Ignacio Walker, aludíamos a diversos trabajos que al evaluar la estabilidad y fuerza de los gobiernos parlamentarios y presidenciales, mostraban resultados lapidarios en contra de los segundos. F. Riggs señalaba que en 76 sistemas políticos abiertos, los fracasos fueron 30 en los sistemas presidenciales, en tanto que solo 13 en los parlamentarios. Mainwaring, al considerar 31 democracias que entre 1967 y 1992 no fueron interrumpidas, indica que solo cuatro de ellas (Colombia, Costa Rica, Estados Unidos y Venezuela) eran presidenciales, en tanto las restantes, parlamentarias.
Alfred Stepan y Cindy Skach, al comparar la eficiencia democrática de ambos sistemas, concluyen en una notable superioridad del parlamentarismo. Luego, al trasladar el interés a la sobrevivencia de la democracia por diez años consecutivos (su observación se extiende al período 1973 a 1989), el régimen parlamentario muestra una tasa de sobrevivencia que es tres veces más alta que la del presidencial. Y en cuanto a las posibilidades de ser víctimas de un golpe de Estado, ellas fueron dos veces más altas en las democracias presidenciales que en las parlamentarias.
No es extraño, por tanto, el juicio adverso de Giovanni Sartori: “el presidencialismo, por mucho, ha funcionado mal. Con la única excepción de los Estados Unidos, todos los demás sistemas presidenciales han sido frágiles —han sucumbido regularmente ante golpes de Estado y otras calamidades”. Karl Loewenstein, uno de los grandes constitucionalistas del siglo XX, refiriéndose a Estados Unidos, decía que “el milagro de la república americana no se basa en su Constitución, sino que se ha dado a pesar de ella”. Pero como lo advirtiera Maurice Duverger, “si presidente y mayoría del Congreso pertenecieran a partidos diferentes (…) la separación de poderes se haría muy rígida y se llegaría por ahí a la imposibilidad de ejercer el gobierno”. Una advertencia que formulada hace 70 años no ha hecho sino cumplirse. El presidencialismo norteamericano, carcomido por la escalada del conflicto del Congreso y el jefe de Estado, es hoy, según el reciente índice elaborado por The Economist, una “democracia defectuosa”, ubicada en el lugar 30 del ranking, que ha perdido en un año cuatro escalones, ubicándose más abajo que Chile (una “democracia plena”, 19° en la escala).
Distintos autores han cuestionado que el presidencialismo conduzca a gobiernos fuertes y estables. Al mirar el presidencialismo de la Constitución del 25, lo que vemos es una rotativa ministerial que ha sido una pesada carga. En Chile, entre 1932 y 1973, hubo ocho presidentes, que tuvieron 45 ministros de Hacienda y 60 de Interior; secretarios de Estado que duraron, en promedio, 11 y 8 meses, respectivamente. Con la excepción de Jorge Alessandri y Eduardo Frei, todos los presidentes entre 1932 y 1973 tuvieron gabinetes que duraron menos de un año y cuatro de ellos menos de siete meses.
Concuerdo, además, en que no basta el cambio de régimen, sino que son necesarias varias reformas complementarias: fortalecer el sistema de partidos, variar las leyes electorales, mejorar el financiamiento de la política y revisar el funcionamiento del Congreso.
Finalmente, la elección directa del Presidente, como ocurre en los sistemas presidencial y semipresidencial, facilita el acceso al poder de líderes populistas sin respaldo de partidos, carentes de equipos técnicos, con un discurso mesiánico; riesgo que es mayor en sistemas donde, de no haber una primera mayoría indubitada, es obligatorio el balotaje entre las dos primeras fuerzas. Es el caso de Perú, donde, en 2021, compitieron 16 candidatos, alcanzando la primera mayoría un 19% de sufragios, y la segunda, un 11%. En ese cuadro, en la segunda vuelta, los peruanos fueron forzados a decidir entre dos propuestas nefastas: o un político analfabeto (Castillo) o una corrupta (Keiko).
Es bueno saber que si se opta por un sistema que comprenda acumulativamente: (i) un sistema de partidos fragmentado; (ii) la elección directa del jefe del Estado; y (iii) una segunda vuelta, hay un alto riesgo de que se abra camino a una de las peores formas de sistema político. (El Mercurio)
Genaro Arriagada