El Presidente mexicano vuelve a sorprender a «sus hermanos» latinoamericanos. Cuando nadie lo esperaba, dinamita la Alianza del Pacífico, remitiéndose a una molestia con el funcionamiento de la democracia y las instituciones en Perú. Poco le importa el impacto multilateral de una decisión tan inconsulta como imprudente. Mal que mal, entregar la presidencia pro tempore de este bloque está contemplado en sus estatutos, cuya vigencia se remonta a 2012 y siempre fueron respetados. Chile al parecer ha quedado estupefacto con la noticia y por ahora guarda silencio. Sin embargo, parece necesario un breve ejercicio de conjeturas acerca de lo que ocurre y desde nuestra perspectiva.
La primera corresponde a la inevitable confrontación con esa lacerante realidad de observar una incapacidad recurrente en los presidentes latinoamericanos para pensar en el largo plazo, para respirar profundo antes de tomar una decisión y sopesar las consecuencias de lo que se hace o se deja de hacer. Lo de AMLO invita a pensar, una vez más, en la sucesión de arrebatos que acompaña la historia de los presidentes de la región.
Por lo mismo, sería enormemente injusto atribuirle estas pulsiones únicamente al “compañero AMLO”. A lo largo de todo el siglo 20, y lo que llevamos de éste, nos encontramos con jefes de Estado de todas las raleas tomando decisiones alocadas y que plantean una legítima duda. ¿Llegan al poder con la adolescencia ya superada o se mantienen en tiernas edades infantiles?
Negarse a entregar la presidencia de un bloque multilateral, por caprichos personales, pareciera responder a la última de las categorías señaladas. Es como aquel muchachito de barrio jugando un partido de fútbol con amigos y que de improviso se enoja. Toma la pelota y se la lleva a la casa.
Aunque el principal país damnificado, Perú, ya reclamó, la chiquillada de AMLO tiene implicancias nada infantiles. Por de pronto vuelve a poner en entredicho la capacidad de nuestros vecinos para respetar los procesos de integración. Prácticamente todos los bloques han sucumbido ante un arrebato personal, o bien cuando alguien decide boicotearlo. En una historia regional de multilateralismo vulnerable, la Alianza del Pacífico constituía la gran excepción.
Cuatro países miembros plenos, cuatro candidatos, cuatro asociados y sesenta observadores, incluyendo entre estos últimos las más connotadas potencias asiáticas, avalan tal aserto. Este crecimiento exponencial en muy breve plazo, más un historial carente de escándalos, excesos y despropósitos, había llevado a la Alianza a un lugar bastante excepcional, dotándola de un fuerte capital político.
Pero pudo más ese espíritu traicionero a los éxitos, que persigue sin piedad a este tipo de iniciativas en nuestra región. Pareciéramos estar al borde de un sino fatal.
La segunda reflexión apunta al impacto directo de esta decisión en Perú. Nadie podría mirar con indiferencia un hecho irrefutable, que el verdadero origen de la Alianza radica en la diplomacia peruana y, justo es reconocerlo, en el esfuerzo personal de Alan García. Esta iniciativa ve la luz como Arco del Pacífico, con la Declaración de Lima de 2011 y se multilateraliza un año después en cerro Paranal, cerca de Antofagasta, con la presencia de los presidentes de Chile, Perú, Colombia y México. Allí adopta su denominación definitiva. Por lo tanto, no es un simple detalle que el principal damnificado con el capricho de AMLO sea justamente el país fundador.
Cabe entonces preguntarse, ¿cuál puede ser el real motivo para dinamitar este proyecto relativamente exitoso?
Por ahora, muy difícil saberlo. La verdad es que el “compañero AMLO” resultó una gran caja de sorpresas para todos, incluyendo por cierto a la misma izquierda latinoamericana -y desde luego la mexicana-, que ha bebido un cáliz especialmente amargo con el veleidoso comportamiento presidencial. Las desilusiones son innumerables. Su victoria electoral en 2018 fue vista con especial entusiasmo por esos sectores izquierdistas que no se renovaron tras el derrumbe de la URSS y quedaron a la espera de descubrir nuevos “sujetos sociales”. El triunfo de AMLO les permitió soñar con poner un pie en el siglo 21.
Sin embargo, lo más frustrante con “el Peje”, como le apodan sus rivales, fue comprobar que no significaba cosa nueva. Era como cualquier otro caudillo tradicional, de esos dominantes en la política mexicana desde hace muchas décadas, cuya prioridad es la relación con EE.UU.; guste o no guste.
Por cierto, son pocos quienes niegan o minimizan la naturaleza de “animal político” de AMLO, pero sus giros conductuales extraños, peroratas desconcertantes y erráticas, plagadas de inconsistencias conceptuales e incluso contrarias a la evidencia histórica, sorprende a moros y cristianos. Amigos y enemigos, todos saben que el impacto de cuanto se considere estrambótico o derechamente negativo, a AMLO ni le preocupa ni interesa. Por ese motivo, casi no viaja al exterior. Ha ido cuatro veces a EEUU, una a Cuba, Belize, Guatemala y El Salvador. De tal manera que cuesta escudriñar en sus motivaciones reales para entrometerse en la política doméstica peruana sin beneficio aparente. Muy distinto fue el caso del asilo otorgado a Evo Morales -un huésped desagradablemente tosco e incómodo- pero que le proveía de elementos simbólicos indigenistas, que ese animal político usa a destajo.
En tal línea de razonamiento, llama la atención lo drástico que ha sido con la democracia y la institucionalidad peruana. Claros excesos verbales más una buena dosis de arrogancia. Considerar “espurio” a un gobierno emanado de un proceso constitucional establecido y avalado por su institucionalidad democrática, y que participa en un bloque donde México es un socio relevante, suena a capricho inescrutable. Además, AMLO no parece estar consciente de que su conducta frente a Perú lo identifica plenamente con ese antiquísimo dictum de las relaciones internacionales en el sentido que los grandes hacen lo que su poder les permite y los pequeños aceptan lo que deben aceptar. ¿Qué gana haciéndole eso a Perú?
Aún más. Viola de manera flagrante, tanto el principio de no intromisión en los asuntos internos de otros países, muy extendido desde finales de la Segunda Guerra Mundial, como la propia doctrina Estrada, instalada desde hace décadas, durante el gobierno de Pascual Rubio, y asumida con carácter (casi) sacrosanto por la política exterior de México. Nuevamente, ¿qué gana, si los costos en temas discursivos son tan elevados?
Al día siguiente de sus dichos -y probablemente por sugerencia de la muy experimentada Cancillería mexicana- intentó dar señales de haber comprendido su exceso. Sin embargo, la salida no fue feliz y ayudó a ahondar aún más el desvarío. Anunció que presentará el tema de la Alianza del Pacífico al Grupo de Río (sic). Con ello, AMLO introdujo otros dos asuntos espinosos. Dejó en claro que ignora la inexistencia del Grupo de Río, que feneció cuando nació CELAC. Paralelamente, agrega un elemento del todo exógeno. Llevar los temas de un ente multilateral a otro, a raíz de una simple ocurrencia personal, revela confusión cognitiva, o algo parecido. Más de alguien podría pensar que pretende fusionarlos, pero aquello tampoco sería congruente con su distanciamiento de CELAC, al no asistir a la reciente cumbre de Buenos Aires.
Este cúmulo de enredos lleva a una cierta cantidad de analistas a pensar que la Alianza del Pacífico estaría atravesando un momento de gran tensión y debilitamiento. Sin embargo, los alcances de este capricho de AMLO invitan a un pesimismo aún más categórico. No estamos viendo a un niño llevándose la pelota a su casa. Asistimos a un dinamitazo del organismo.
El mundo vive el tránsito a una etapa enteramente nueva, donde se va a reformular hasta sus cimientos el concepto rector de interdependencia, tal cual escribió recientemente Joseph Nye. En esa línea, la Alianza, que había adquirido un impulso vital, ahora yace herida. AMLO no sólo ha irrespetado los estatutos de la Alianza, sino el éxito mismo del bloque.
Para esas decenas de países observadores, y dado el contexto global señalado, el arrebato de AMLO deja a la Alianza a la intemperie. Queda expuesta, igual que todos los organismos previos, a la irrupción de algún pillarejo o uno de esos frecuentes aprendices de dictador, dispuesto a violentar todo con el afán de priorizar su agenda personal en materia de deseos y tentaciones.
En este caso en particular, el “compañero” se llevó algo más que la pelota para su casa. (El Líbero)
Iván Witker