La insistencia del Gobierno en interpretar los rechazos parlamentarios y ciudadanos a sus propuestas programáticas y políticas como “portazos a la gente”, si bien revela cierta astucia comunicacional, muestra también un agotador narcisismo que constituye un peligroso escape de la realidad en la que, infaustamente, parece vivir parte de las actuales autoridades políticas.
En efecto y como se sabe, en un primer esfuerzo democrático por transformar un entorno que desafiaba las pulsiones y deseos de sus egos, el grupo de jóvenes estudiantes que conformaron la multiplicidad de partidos y movimientos que confluyó en el Frente Amplio (FA) y en el que convergieron propuestas ultraliberales, anarquistas, feministas, ecologistas, inclusivas, identitarias, románticas, trotskystas y neomarxistas, acordaron un maximalista programa de Gobierno con uno de los pocos sobrevivientes del marxismo-leninismo ortodoxo en el mundo occidental tras la caída del muro de Berlín y el derrumbe del socialismo soviético: el PC chileno.
Como se sabe, dicho colectivo -estructurado como Apruebo Dignidad- compitió en las elecciones presidenciales tanto en contra de candidatos de la derecha, como de la izquierda socialdemócrata y socialcristiana que había gobernado el país buena parte de los 30 años que el FA-PC definió como uno de sus principales adversarios bajo el slogan surgido en la revuelta del 18-O de 2019 de “No son 30 pesos, sino 30 años”. A mayor abundamiento, la competencia ya se había trabado meses antes, tras el Acuerdo por la Paz suscrito por la mayoría de los partidos con representación parlamentaria, en noviembre de 2019, y que promovió la redacción de una nueva carta constituyente, aunque sin el apoyo del PC y parte de los movimientos del FA.
Pero, realizadas las elecciones de convencionales constituyentes, la derecha en todas sus expresiones no consiguió siquiera un tercio de esos representantes, mientras la centro-izquierda y sectores moderados se vieron arrasados por una mayoría de convencionales provenientes de partidos y movimiento de ultraizquierda e identitarios, feministas, ambientalistas e indigenistas, hecho que pronosticaba un resultado devastador para la democracia liberal en las elecciones parlamentarias y presidenciales siguientes, al tiempo que, conocidas ciertas normas constitucionales referidas a la nueva estructura institucional del país, auguraba la eventual transformación de Chile y su tradicional modo de vida a contar de sus mismos pilares fundantes.
Las elecciones parlamentarias y presidenciales de 2021-2022, empero, mostraron un retorno ciudadano a su caudal histórico y mientras en la primera vuelta, tanto la derecha republicana, como la izquierda FA-PC conseguían las dos primeras mayorías entre las cinco candidaturas, liderada, empero, por la votación de derecha; en la segunda, el actual presidente debió recurrir no solo a los sufragios de la centroizquierda socialdemócrata y socialcristiana, sino también morigerar sus propuestas programáticas iniciales a la espera de mejores resultados en los comicios del plebiscito de salida del proceso constituyente.
Declarada, en consecuencia, su posición en favor de la aprobación de dicha propuesta de nueva carta para poder materializar su programa original, el mandatario y su gobierno se transformaron en verdaderos jefes de campaña de la postura del Apruebo, la que no obstante todos los esfuerzos y recursos fiscales dispuestos para el efecto, terminó en un rotundo rechazo que congregó a más del 62% de la población legalmente habilitada, esta vez, añadiendo, mediante el voto obligatorio, a otros siete millones de ciudadanos que confirmaron su adhesión al modo de vida democrático liberal actual, aunque una parte de ellos, partidarios de realizar los ajustes socioeconómicos que fuera menester, pero sin destruir las bases democráticas y libertarias que por decenios han regido a Chile.
El toque narcisista, empero, se hizo presente casi de inmediato en el Gobierno cuando, apenas horas después de esta derrota, el presidente llamó a continuar un proceso ya concluido según las normas constitucionales que lo regían y que disponía que, en caso de rechazo, la actual carta seguiría vigente. Como argumento recordó el arrollador resultado del plebiscito de entrada (79% a favor de cambiar la carta actual), un discurso que fue aquilatado y aprobado por parte de la derecha, la centroizquierda y, desde luego la izquierda en el Gobierno.
Así las cosas, el Ejecutivo se vio en la obligación de integrar al gabinete a representantes, ideas y métodos de la centroizquierda que le había otorgado los votos necesarios para ganar en segunda vuelta, así como formular nuevas promesas de morigeración verbal de su programa original, el que debió refundir con propuestas contenidas en el proyecto socialdemócrata de primera vuelta. La derecha, por su parte, se dividió en el tema y mientras un sector postergó su aprobación al llamado presidencial, otro acercó posiciones con sectores socialdemócratas y socialcristianos que había unido fuerzas para el triunfo del Rechazo, de manera de buscar un nuevo acuerdo para iniciar otro proceso constituyente.
Sin embargo, y no obstante las consecutivas derrotas político-sociales del Gobierno, tanto el mandatario como su coalición original han seguido insistiendo en la materialización su programa inicial, promoviendo la realización de una serie de “promesas” que incluyen transformaciones que ni las mayorías ciudadanas, ni la derecha, ni la centroizquierda han avalado en cuanto a su profundidad y metodología. Entre ellas una reforma de salud que tiende a la desaparición del aporte privado al sistema; una previsional que insiste en la estatización de los ahorros de los trabajadores; reformas a las policías y modelos de seguridad pública que no ponen el foco en la persecución delictual, sino en el comportamiento de las fuerzas de orden; reorganización de la educación profesional de las FF.AA.; transformación de Punta Peuco en cárcel para mujeres con niños; cambios a las leyes laborales que afectan a Pymes y tasas de crecimiento de la economía; revisión de los Tratados Comerciales con otras naciones o grupos de naciones y, en fin, una reforma tributaria cuyo propósito es financiar aquellas modificaciones no exigidas y, en consecuencia, sin el acuerdo político amplio en sus dimensiones y características, no obstante las promesas verbales del mandatario de un giro hacia un modelo de gobierno más cercano a las ideas socialdemócratas.
Hay cierta convicción social y política cada vez más extendida y acendrada de que el Gobierno, como lo han reconocido varios de sus componentes, no ha claudicado ni quiere hacerlo, en los propósitos programáticos originales del FA-PC, y que si bien su discurso del segundo año pudiera aparecer más moderado, lo cierto es que, en los hechos, las estrategias reales adoptadas parecen apuntar a soluciones más bien radicales en previsión, salud, defensa, seguridad y laborales, en las que el papel de las personas, el de la ciudadanía, se va viendo cada vez más disminuido en tanto posibilidades de emprender propias iniciativas y proyectos de vida, mientras el poder del Estado rector avanza en todas las áreas, trasladando, vía legislativa, cada vez más poder a los sectores políticos que administran la institucionalidad estatal.
Demás parece alertar que un marco jurídico que no pueda evitar democráticamente la instalación de una fuerza política en el Estado con intenciones de eternizarse en el poder gracias a una panoplia de leyes que le restan participación a la ciudadanía es un peligro que no ha sido conjurado y cuyas consecuencias están sufriendo varias naciones del continente.
Parece evidente que dicha estrategia debería tener su limite en las nuevas normas y principios que queden inscritos en la nueva constitución que, se supone, será más moderada y moderna que la anterior, aunque, por cierto, para los problemas más urgentes e inmediatos de la población, esa perspectiva a un año o más, no es alentadora. Porque en el intertanto, el país seguirá gastando sus escasos recursos en proyectos inútiles, en remuneraciones cuyo coeficiente de Gini, entre el funcionario peor pagado y los mejores remunerados supera con creces la media nacional; en inversiones mal definidas y peor administradas y, en fin, en un Estado cuya ineficiencia entre gasto, resultados y servicios insuficientes, es lo que básicamente ha provocado las irritadas reacciones de la ciudadanía, amén de los abusos del sector privado.
Para el actual Gobierno, la solución para esos problemas no es el ahorro ni una mejor gestión de los recursos que el Estado administra, sino, simplemente, más dinero, el cual debe ser extraído proporcionalmente a los más ricos. Pero dicha política no advierte que la exacción de esos impuestos no limita el consumo de aquellos, sino sus inversiones y, por consiguiente, la generación de nuevos proyectos y empleos que posibilitan un crecimiento más rápido y sustentable de la economía y, en consecuencia, un posterior cobro de mayores impuestos para el gasto social que sea necesario.
El Estado como cualquier familia o empresa no debería basar su tarea de mantener equilibrios socioeconómicos haciendo caer el peso de sus obligaciones -en especial si es un Estado Social de Derechos- en quienes son los supuestos beneficiarios de su gestión. Una ciudadanía empoderada e informada ya no comulga con ruedas de carreta que buscan hacerlos creer que gozan de derechos otorgados por justicieros políticos, cuando, finalmente, los verdaderos proveedores de aquellos son los ciudadanos mismos, desde el momento que compran un kilo de pan con Impuesto al Valor Agregado.
Y si esto es así, entonces es evidente que una reforma tributaria debe considerar el impacto que ella tendrá en el crecimiento, la inversión y empleo; y si una propuesta no responde a dichos objetivos, sería irresponsable no declararlo e intentar modificar sus contenidos, razón por la que resulta tramposo defenderla afirmando que su rechazo deja a la ciudadanía sin recursos para jubilaciones, salud, seguridad ciudadana o educación, una respecto de la cual, por lo demás, el propio mandatario parece haber avanzado hacia criterios de realidad al afirmar que la condonación de las deudas estudiantiles “no es prioridad”.
Es decir, primero se culpaba a la constitución de la escasa capacidad de transformación de la carta con la cual ahora la izquierda ha puesto a prueba el conjunto de la estructura político-económica del país desde La Moneda y el parlamento; luego, ante el Rechazo a la propuesta constituyente anterior, a la “campaña del terror” de la derecha y de los medios; y ahora, ante el rechazo de la Cámara a la reforma tributaria, se culpa al egoísmo de los ricos y el de sus supuestos defensores. Pero no, en los rechazos y reiteradas derrotas políticas del Gobierno no hay “portazo a la gente” alguno, sino realismo y leales esfuerzos ciudadanos y políticos por ayudar a una administración sin experiencia a adoptar las mejores decisiones para el bienestar de todos los chilenos. (NP)