Lovera tiene razón al menos en un punto: el orden de estas consideraciones está lejos de ser accidental. No es lo mismo iniciar la Constitución hablando del aparato público que abordarlo inmediatamente después de haber reconocido a la persona y a la sociedad civil. De hecho, no deberíamos olvidar que el texto rechazado en septiembre señalaba en su primera disposición que “Chile es un Estado social y democrático de Derecho. Es plurinacional, intercultural, regional y ecológico”. Aunque el debate se centró —con toda razón— en los últimos adjetivos, el problema central estaba en la primera frase. El motivo es elemental: como bien ha recordado Chantal Delsol, “el hombre es más viejo que el Estado”.
En efecto, una cosa es afirmar el (indudable) carácter social del ser humano y otra muy distinta confundir o identificar al Estado con la sociedad. El texto que elaboró la fallida Convención tendía a esto último y suponía que el centro de la vida común reside en el aparato estatal, y no en los vínculos humanos que le preceden. En rigor, Chile se organiza desde el Estado, pero no puede decirse que Chile sea un Estado. Chile puede ser definido como nación; como un pueblo que vive en un determinado territorio; como una historia, un presente y un futuro, pero no como un Estado. En otras palabras, la sociedad es anterior al orden jurídico-burocrático.
La precisión no es trivial ni se reduce a un mero tecnicismo, pues lo que está en juego es comprender (o no) la índole que tiene el aparato estatal. Después de todo, alguna clase de organización política ha existido al menos desde la polis, pero el Estado moderno es mucho más reciente. Sus raíces intelectuales se remontan a Hobbes, o si se quiere a Maquiavelo, pero como tal no existe antes del siglo XVI. Y su aparición implica una separación respecto de lo que hoy llamamos sociedad civil. Luego, el Estado no agota ni puede agotar el todo social ni el cuerpo político —e identificarlos fue la raíz del horror totalitario—. Al decir de Jacques Maritain, el Estado consiste en un “haz de instituciones”. Se trata de la cabeza del cuerpo político, encargada de la mantención de la ley y el orden público. Ni más ni menos.
Nada de esto supone negar la relevancia del aparato estatal ni la necesidad de robustecer la protección social. De hecho, ya sea que nos detengamos en la crisis de seguridad, en las deudas en materia de pensiones o en el conflicto en La Araucanía, es fácil concordar que el Estado chileno no ha estado a la altura de sus misiones más básicas. Parafraseando a Mario Góngora, en nuestro país se ha erosionado gravemente aquella instancia llamada a articular y mediar entre los distintos intereses, y el nuevo proceso constituyente ciertamente es una oportunidad única para iniciar su rehabilitación. El punto es que dicha rehabilitación exige no solo avanzar en la eficacia y modernización del aparato burocrático —una tarea ineludible—, sino ante todo comprender (y no distorsionar) su naturaleza.
En suma, resulta crucial circunscribir en forma adecuada el papel del Estado. Desde el momento en que este se diferencia de la sociedad, y desde que el aparato público reúne tal poder en sus manos, es indispensable preguntarse cómo orientar del mejor modo posible sus relaciones recíprocas. Y esta recta orientación exige, en primer lugar, advertir que Chile no es un Estado, y que este se encuentra al servicio de sus personas y asociaciones. Ese es el orden correcto y por lo mismo cabe celebrar las normas que en este plano ha dado a conocer la Comisión Experta. (El Mercurio)
Claudio Alvarado R.
Instituto de Estudios de la Sociedad (IES)
Daniel Mansuy H.
Universidad de los Andes