Recuperarnos de la fiebre octubrista ha traído al país muchas ventajas. Es cierto que seguimos enfrentando problemas severos de orden público, narcotráfico y deserción escolar, entre otros, pero el nuevo “despertar” tras el plebiscito de septiembre nos ha permitido reconocer esos problemas y empezar a abordarlos. No hay nada como vivir en la verdad, pero el ensueño de las “grandes transformaciones” nos impedía conectar con ella.
Si hasta hace poco tiempo hablar de seguridad era considerado filo-trumpista por parte importante de la clase política, hoy se reconoce transversalmente como una cuestión de la que depende la viabilidad de cualquier proyecto de país.
Hay otro tema, sin embargo, que continúa sin aparecer con fuerza en nuestra discusión pública y que no es independiente de los problemas actuales: la situación de la familia en Chile. La tematización pública de la familia se ha vuelto una cuestión de nicho, que ha gravitado sobre los derechos de parejas homosexuales, la autonomía de niños y adolescentes o la libertad de acceder a hijos en el mercado de los vientres de alquiler, pero en general no ha tocado las grandes cuestiones que afectan a las familias chilenas.
No llegamos a hablar en serio de los cambios significativos en la estructura familiar en las últimas décadas, ni de las dificultades de los hogares monoparentales, ni del ausentismo paterno, ni de los escasos tiempos de vida familiar, ni de las consecuencias sociales de todo esto. En cierto sentido, la familia se ha vuelto un tabú, una cuestión de la que difícilmente se puede hablar sin riesgo de que ese discurso sea tachado de tradicionalista y moralizante.
Los datos son elocuentes, pero no nos es fácil tratar sobre ellos. No queremos pensar en los efectos de la precarización de la estructura familiar en el país ni en el hecho de que lideramos con mucho el ranking de la OECD de nacimientos fuera de uniones matrimoniales (70%). No queremos mirar las dificultades para tener hijos en Chile, ni el debilitamiento de las redes de apoyo, ni en la falta de referentes de muchos padres y madres en su tarea de crianza. El Partido Socialista alemán, ante la relación obvia entre familia, pobreza y bienestar, no duda en promover que, en la medida de lo posible, los niños nazcan en contextos con padre y madre y no en situaciones en que uno de ellos debe asumir el cuidado solo. Nosotros, en cambio, ante el riesgo de moralizar, hemos optado por sacar a la familia de las preocupaciones públicas. La hemos vuelto un problema sólo para sí misma, la hemos privatizado.
Pero si miramos atentamente nuestros desafíos políticos actuales, ¿cómo continuar ignorando el presente y el futuro de esta vieja institución? ¿Podemos atender seriamente a la cuestión de la delincuencia o la seducción del mundo narco para muchos jóvenes sin pensar en las familias? ¿Hay probabilidad de éxito para el plan de recuperación educativa sin su colaboración? ¿Y qué decir de la violencia en las escuelas, de la salud mental de los estudiantes, de su compromiso cívico, de su horizonte de sentido?
Pretender dar algún paso en cualquiera de estos ámbitos sin tomarse en serio la situación de las familias chilenas es como arar en el mar. Una política que no cuente con las familias, que no busque crear las condiciones para que puedan llevar a cabo su función social, jamás tendrá la fuerza suficiente para hacer frente a estas dificultades.
Ya ha pasado la borrachera del progresismo octubrista y hemos vuelto a conectar con problemas arduos, pero reales. No es imposible que esto abra una ventana, una nueva oportunidad de abordar en serio el tabú de la familia. Sólo una discusión pública que se haga cargo de la dimensión política de esta institución milenaria, que no se quede en la pura moralización, podría fundar un proyecto sólido para el Chile de las próximas décadas. Quizás solo en ese momento podamos decir en serio que Chile despertó. (El Líbero)
Francisca Echeverría