Editorial NP: Gobierno sin timón

Editorial NP: Gobierno sin timón

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Describir el estado de situación táctico-estratégico de un Gobierno en las más diversas áreas de su incumbencia, constituye un ejercicio difícil no solo por la complejidad de los múltiples sectores que le empecen, sino también por las dificultades que tiene la indispensable coordinación entre aquellos para una conducción más coherente y consistente en los variados planos de la gobernanza, así como en la obtención de los resultados previstos.

Elaborar escenarios para el caso de un Ejecutivo como el actual es, empero, aún más espinoso, en la medida que más que un mando a cargo de la evolución ordenada de los sucesos en el país, con objetivos claros y definidos, su día a día parece cada vez más permanentemente complejizado por tareas de contingencia, siempre urgentes e inesperadas, versus las ignotas planificaciones y coordinaciones con otras instituciones cuyos objetivos van quedando en carpeta, pero que, en los hechos, hacen estar al Gobierno en viaje antártico cuando la presencia y liderazgo presidencial es requerido para concentrar labores contra los efectos de las masivas inundaciones producto del violento frente de mal tiempo que azotó a la zona centro sur del país.

Pero no solo eso. Cuando parece que la autoridad ejecutiva ha logrado ordenar sus fuerzas para enfrentar con decisión y efectividad las dramáticas consecuencias del desastre natural que deja muertes, más de 13 mil damnificados y miles de has agrícolas inutilizadas -lo que hace prever alzas de precios para una serie de productos alimenticios en los próximos meses- la denuncia de un pequeño medio de comunicación electrónico del norte sobre el caso conocido como “Convenios” o “Democracia Viva”, inunda la agenda noticiosa de los grandes medios y se transforma, con razón, también en la principal preocupación del Ministerio de Vivienda en momentos en los que se requeriría de su foco puesto en la construcción o reconstrucción de otras miles de casas destruidas por el frente climático, cuando aún ni siquiera termina de materializar la labor que tenía a su cargo tras los desastrosos incendios forestales del verano recién pasado.

Las contingencias naturales, unidas a las políticas y sociales, como la fracasada primera convención constituyente, rechazada masivamente por la misma ciudadanía que solo meses antes había elegido a más de un centenar y medio de representantes de movimientos sociales y políticos no tradicionales e identitarios en cuestiones de género, raza o sexo; o el inicio de un segundo proceso en el que los ciudadanos optaron por elegir a una cincuentena de representantes cuya mayoría pertenece a personas de un partido que ni siquiera participó de la idea de un nuevo esfuerzo de redacción constitucional, ni estuvieron en el acuerdo de los 12 principios básicos que según los partidos tradicionales deben nutrir ontológicamente la nueva carta; o las encuestas que muestran la eventualidad de que en diciembre, en el plebiscito de salida del nuevo proceso, una mayoría que supera el 56%, anuncie, antes de conocerse el texto, que lo rechazará, presentan un entorno en el que la conducción social, habitualmente entendida como trabajo de líderes de Gobierno y Congreso, los partidos políticos y cuerpos intermedios de la sociedad civil, es inexistente, haciendo rememorar el modo de gobierno del expresidente Ramón Barros Luco, quien es recordado por su frase “No hay sino dos clases de problemas en política: los que se resuelven solos y los que no tienen solución”. Es decir, en medio del desorden, se hace lo que se puede.

Tal modelo de gobernanza no pareciera propio de un mandatario que no obstante provenir ideológicamente de una matriz ultraliberal fue llevado a La Moneda por coaliciones de izquierda y centro izquierda que se caracterizan más bien por un cuerpo de ideas en las que la dirección e intervención del Estado en la conducción político-social es clave -Estado social y democrático de derecho-, así como por su crítica a la espontaneidad neoliberal de la actividad de los particulares en economía y sociedad, hechos que cuando se revisa cuánto de su programa ha podido materializar, tras más de 13 meses en el poder Ejecutivo, llama la atención que no supere el 10% de sus promesas en los más diversos planos ministeriales, un logro muy deficitario si se atribuye a un liderazgo que tiene a muy buen recaudo la idea del Estado como gestor.

Así vistas las cosas, se pudiera afirmar que el Gobierno ha fallado en la mayoría de las decisiones adoptadas en su gestión básica de conducción política con miras a alcanzar sus propósitos expresos de cambios estratégicos o refundacionales que lo caracterizaron en la campaña presidencial y con cuya promesa alcanzó el voto de sus coaliciones madres (FA-PC y Socialismo Democrático) y, luego, el voto de la exConcertación, (en el balotaje). Porque lo que ha sucedido en este lapso, no parece más que la expresión inercial del funcionamiento individual y autónomo de las diversas orgánicas de la república, cuya solidez institucional permite la mantención de su estructura.

En tanto, los pocos proyectos aprobados que sus partidarios aluden como éxitos del Gobierno, tales como las 40 horas semanales de trabajo o el alza del sueldo mínimo, corresponden a modificaciones que se materializarán recién el próximo año, al tiempo que propuestas con las que ganaron las simpatías del electorado, como la Reforma de Pensiones o la Tributaria (para financiar la primera y otras demandas) esperan en el parlamento, sin grandes expectativas, que puedan materializarse.

Esta última, por lo demás, se da ya prácticamente por abortada, por lo menos durante este año, luego que el empresariado reunido en torno a la Confederación de la Producción y del Comercio (CPC) emplazara al ministro de Hacienda a no continuar por el camino de los aumentos de impuestos y buscar, en su reemplazo, un pacto fiscal que ponga acento en mejorar la productividad, la inversión, el crecimiento y el empleo. Por de pronto, en sus estudios, los empresarios han calculado en más de US$ 8 mil millones los impuestos adicionales que se podrían recaudar sin reforma tributaria, solo mediante mejoras en la lucha contra la evasión y elusión, eliminando las pérdidas que ocasiona el Estado Empresario, los desvíos por licencias médicas falsas, la evasión del Metro y del comercio electrónico, más el royalty a la actividad minera.

Es decir, se le pide al Gobierno una mejor gestión de los más de US$ 80 mil millones anuales que maneja y coloca presupuestariamente, antes de aumentar el peso impositivo sobre empresas que no solo tienen una deuda alta, sino que han debido sufrir dos años de actividad interrumpida primero, por la asonada del 18-O; y luego por la pandemia y sus efectos en las cadenas de abastecimiento del mundo.

Es en dicho marco en que el medio de Antofagasta detecta y devela el caso de corrupción en un Convenio de la Fundación “Democracia Viva”, de reciente creación, y el seremi del MINVU local por más de $400 millones, ambos vinculados políticamente a la vicepresidente de la Cámara, diputada Catalina Pérez, de Revolución Democrática (RD). El hecho hizo saltar situaciones irregulares similares en otros lugares del país, todos relacionados con militantes de RD o cercanos al Gobierno y que, según informes periodísticos, suman más de $3 mil millones, lo que ha hecho intervenir no solo a la Contraloría General de la República, sino también, a la Fiscalía respectiva.

La aparente poca eficacia y eficiencia en el uso de esos recursos que los medios que han investigado en profundidad los casos, han detectado, son un argumento adicional para que tanto la oposición como sectores productivos, tiendan a converger en el rechazo a una nueva reforma tributaria, sin que antes el Ejecutivo no rinda cuentas y haga los esfuerzos correspondientes por mejorar la eficiencia del aparato administrativo que tiene obligación de controlar para mejorar la vida de las personas que lo financian con sus impuestos.

No parece, pues, oportuno políticamente, dejar caer un mayor peso tributario sobre el sistema productivo chileno, sino más bien, en un acto de contrición, es el Ejecutivo el que debería hacer los esfuerzos de ahorro y redistribución de los ingresos fiscales mal asignados, para avanzar en la materialización de algunas de las reformas económico sociales que la ciudadanía ha reiterado -y que nunca fue el cambio de Constitución-, tales como la previsional, que es la que, de acuerdo a diversos análisis, tuvo la mayor incidencia en el estallido de la revuelta del 18-O; o disponiendo de estímulos legales o administrativos a la inversión y empleo que impulsen el crecimiento de la economía y nos permitan llevar el per cápita anual a los US$ 40 mil en los próximos 10 años, logrando así una ubicación segura en el club de los países OCDE.

Ingratamente, hasta el momento, nada de esto parece posible en la medida que el Ejecutivo insiste en tomar decisiones para las cuales no tiene ni cuenta con el apoyo suficiente del Congreso, ni de los sectores sociales a los cuales sus proyectos empecen, haciendo ver al Gobierno como uno de simple reacción a hechos fortuitos, sin dirección alguna en cuanto a propósitos de desarrollo consensuados e impulsados por actores políticos, sociales y económicos, tal como ocurriera en los últimos 30 años bajo el liderazgo de gobiernos de centro izquierda y centro derecha.

La necesidad de que el presidente asuma de una vez el mando y le de dirección a la gestión gubernativa es cada vez más urgente en la medida que, en ausencia de dichas señales de conducción, las decisiones de los agentes productivos seguirán pendientes en un nudo en el que ni el Ejecutivo hará nada, si no hay reforma tributaria, aduciendo falta de recursos; ni los sectores productivos invertirán ni crearán más actividad y empleo, ante el riesgo de que sectores radicales hagan estallar un nuevo 18-O -como advirtiera el ministro de Hacienda- o queden expuestos con sus capitales a enfrentar políticas tributarias expropiatorias en momentos de más que evidente debilidad económica nacional e internacional.

En ese contradictio no son los ciudadanos, sino la conducción política del Estado la que tiene la obligación de flexibilizar posturas para salir del estancamiento con su propia ciudadanía. Una conducta distinta no solo muestra una peligrosa terquedad propia del pensamiento totalitario, sino evidente inepcia en la gestión de la complejidad de las negociaciones que debe abordar siempre un gobierno democrático, cuestión que, como señalara el diputado Winter al comentar los hechos derivados del caso “Democracia Viva”, cuando se administra un determinado órgano sin las competencias para conseguir el mejor resultado, se incurre “un acto de corrupción”. Esperemos que este no sea el caso. (NP)