En parte de la opinión pública de nuestro país se ha instalado la idea de que toda la clase política chilena es corrupta, que está capturada por las grandes empresas y que entre unos y otros le están robando al pueblo.
De prevalecer esta idea, que es equivocada, nada bueno puede esperarse de nuestro futuro próximo. Ya han aparecido los oportunistas de siempre dispuestos a echar más leña a esta hoguera. Lo hacen desde una supuesta superioridad moral, que siempre es irritante en política.
Harina de otro costal es analizar cómo se encendió esta hoguera, qué responsabilidades caben a los propios políticos, a empresas involucradas en financiamiento irregular de campañas, a las instituciones judiciales y servicios públicos y a medios de comunicación.
¿Quién gana con este clima? Básicamente dos estamentos: los populistas y los que quieren destruir la institucionalidad. Los populistas por razones obvias sobre las que no me extenderé. Los anti sistema porque podrían alcanzar su objetivo de quitar legitimidad a las autoridades actuales y a toda la clase política.
Si los problemas con el financiamiento de campañas son generalizados, entonces se siembran dudas acerca de la legitimidad de todos los parlamentarios y por ende ellos no podrían, por ejemplo, ser los conductores de un proceso de cambios a nuestra Constitución, tarea que está en el programa de Michelle Bachelet. La misma Presidenta ha sido cuestionada, lo que abona a la misma tesis. ¿Qué solución queda?
La Asamblea Constituyente, esa suerte de entelequia incontaminada que no tendría los problemas de legitimidad de la clase política.
Esa argumentación es completamente falaz.
En primer lugar, porque hasta el año 2004, en que se legisla acerca del financiamiento de las campañas políticas, todas ellas se financiaban íntegramente a través de aportes privados, la mayoría de ellos provenientes de empresas, que respaldaban estos egresos con boletas y facturas, sólo que en esos años no se las motejaba de “ideológicamente falsas”. Vale decir toda la política, desde 1990 en adelante y probablemente también antes de 1973 tendría el mismo vicio de legitimidad, lo que es a todas luces absurdo.
Vale la pena, además, consignar que las empresas que han financiado la política de esta manera no están “robando” metiendo las manos a una caja de dinero que es de todos y guardándolo para su beneficio, como parece creer mucha gente cuando se habla de delitos o infracciones tributarias. Al entregar dinero de esta forma a las campañas, de hecho, los propietarios de esas empresas no meten la mano a ninguna caja común sino a su propio bolsillo y sacan 100 billetes que disminuyen directamente su patrimonio. El detalle, importante, es que olvidaron que 20 de esos billetes debieron entregarlos no al político sino al Fisco, que en las sociedades modernas siempre participa en todas las reparticiones de plata. Pero de allí a decir que las empresas están robando o siquiera beneficiándose hay un largo trecho.
Dejemos a los juristas determinar si este “olvido” de depositar 20 billetes en la calle Teatinos es una falta o un delito. Hasta ahora el Servicio de Impuestos Internos no ha sido suficientemente claro en la materia y su Director ha dicho que, en todo caso, tratándose de los políticos que han recibido estos dineros, es muy difícil configurar un delito de carácter penal. Algunos han calificado esto como parte de un “arreglín”, pero lo cierto es que según uno escucha a los especialistas ni la ley tributaria ni la ley de financiamiento a la política contienen sanciones de carácter penal para estas conductas.
Lo grave de esto es que con el clima que se ha creado, si los tribunales chilenos fallan en derecho, que es lo que uno espera en una sociedad democrática, muy probablemente no habrá políticos con sanciones importantes y ejemplarizadoras, y eso no es precisamente lo que está esperando la plaza pública. Personas e instituciones que día a día con sus dichos y actuaciones han alimentado este clima, creyendo equivocadamente que podrían sacar alguna ventaja política de él y luego hacer volver todo a la normalidad, debieran pensar un poco en esta posibilidad y en la responsabilidad que a ellos les cabe en las reacciones que puede tener la gente.
Pero este análisis no sería completo y resultaría más bien indulgente con empresas y políticos que han transgredido las leyes si no concluyera que lo verdaderamente grave en todos estos casos sería que se lograra configurar situaciones de cohecho. Porque eso sí es corrupción y hay que diferenciarlo muy claramente de faltas administrativas o tributarias, que mereciendo alguna sanción, no pueden tener el mismo reproche moral y penal que el que se corrompa a funcionarios públicos para obtener beneficios privados. (El Líbero)