¿Por qué es difícil decidir qué votar?

¿Por qué es difícil decidir qué votar?

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Puede que usted, por múltiples razones, ya tenga indubitablemente decidido su voto por A favor o En contra. Si es así, esta columna le parecerá enredada e innecesaria, y quizás le convenga abandonar su lectura aquí. Incluso, le puede parecer insustancial la pregunta que me hago.

Pero puede ser, para su desgracia, que usted engrose ese porcentaje importante de indecisos. No sabe qué hacer. Hay cosas que le gustan del proyecto constitucional y otras que no. Seguro que está cansado —este fin de año no ha sido fácil—, y siente que todo este asunto, de divagar sobre nuestras reglas esenciales, ya tiene algo de disco rayado. Peor aún: su indecisión le puede causar cierta angustia y motivos no le faltan. Mal que mal, serán los indecisos quienes moverán la aguja en uno u otro sentido. También puede intuir —no quiero aumentar su angustia— que estos temas constitucionales no son baladíes y traerán consecuencias concretas para el devenir del país y de su familia.

No busco aquí convencerlo de las bondades de una decisión específica. Pero sí puedo tratar de precisar por qué creo que una decisión de esta índole —si se quiere tomar de manera informada y seria— es difícil. Quizás no es una gran ayuda, pero al menos reconforta saber y reconocer que la naturaleza y fuentes de su indecisión no son una mera frivolidad, una ausencia de energía o poca capacidad cognitiva. Este solitario y humilde camino del discernimiento pasa por reconocer que este proceso de decisión está lleno de piedras. Lo siento.

La primera dificultad es la extensión del proyecto (168 páginas). Es un barco con muchas piezas, algunas de ellas dibujadas en planos. Leerla con cierta atención es una tarea de varias horas y me temo que las franjas televisivas —que parecen spots publicitarios de una marca de champú— son inútiles en aclarar su contenido.

Si usted se arma de valor y tiempo, y logra sostener la concentración al leerla, caerá en la segunda dificultad: la plasticidad de las palabras. Por cierto, la Constitución no es una novela ni una lista de supermercado. Cada palabra cuenta, en especial si trae algo de originalidad respecto a las constituciones anteriores y de nuestra cultura jurídica.

Las palabras requieren ser interpretadas. Paradójicamente, las constituciones suelen no contener normas sobre cómo interpretarlas y este proyecto no es la excepción (Sustein, 2023). Le doy un ejemplo: respecto a la protección de la vida de los aún no nacidos, el proyecto reemplaza el pronombre “que” por el “quien”. Estas dos letras de diferencia —una i y una n— podrían llegar a tener efectos ante una corte constitucional (por cierto, eso no lo sabemos a ciencia cierta y quienes sacan conclusiones tajantes se alejan de la verdad), algo que desgraciadamente no se dilucida de la sola lectura del texto.

Andrés Bello incluyó en su Código Civil normas de interpretación de la ley, distanciándose en esa materia del Código Napoleónico (Caffera, 2017). Quería limitar el activismo judicial, pero entendía que las leyes requieren cierta flexibilidad para ir ajustándose a los desafíos del futuro. El proceso, en todo caso, dista de ser sencillo: hay que buscar el “sentido” de la norma, y para eso hay que valerse del tenor literal —en su sentido natural y obvio—, pero también de la intención o espíritu de la legislación, el contexto de la ley e incluso de la equidad natural. En simple, interpretar no es una acción mecánica, sino compleja y trabajosa, tal cual se desprende (esto parece trabalenguas) de interpretar las normas de interpretación. Al final del día, no basta con conocer el contenido del lenguaje —aunque se apoye con el Diccionario de la Real Academia— para saber el alcance de lo que se está permitiendo o prohibiendo.

La tercera dificultad, quizás la más sofisticada, es precisar el efecto concreto de una norma. El proyecto es un barco anclado, recién salido del astillero. Solo una vez que ese barco navegue, o sea, cuando la norma comience a ser aplicada por los jueces de acuerdo con el método de interpretación elegido, se sabrá cuál es su contenido efectivo. Si las palabras utilizadas vienen de anteriores textos —como ocurre con muchas de las palabras del proyecto—, entonces hay una brújula: los fallos anteriores. Si son nuevas, las interrogantes y las discrecionalidades son mayores.

Otro aspecto a considerar es la facilidad para modificar las normas. Los textos más rígidos les dan certezas a los gobernados con relación a la permanencia de esas normas y a la protección de los derechos de las minorías. Las flexibles, en cambio, permiten incorporar las nuevas tendencias, bajo el impredecible y zigzagueante juego democrático de las llamadas “mayorías transitorias”. La actual Constitución establece un quorum de 4/7 de los senadores y diputados en ejercicio para su modificación (127), y otro de mayoría absoluta de los congresistas en ejercicio para las leyes más relevantes (66). Por su parte, el proyecto sube el quorum de reforma constitucional a 3/5 (214), aumentando su estabilidad, e incorporando ciertos contenidos determinados en su texto, lo que explica su engrosamiento. A su vez, el proyecto mantiene el quorum de mayoría en ejercicio para aquellas normas legales que tengan carácter de “ley institucional” (79).

Termino aquí. No está fácil decidirse. A diferencia del nefasto proyecto del año pasado, las dos alternativas no son evidentemente catastróficas. Es triste, eso sí, que sigamos enfrentados por paradigmas maniqueos e irreconciliables entre la libertad y la igualdad, y entre el rol de las empresas y del Estado. Quizás, a estas alturas, algo habremos aprendido: que la discusión de la Constitución, en sí misma, no compone ni la profunda fractura ideológica de la élite ni la escasa educación cívica de los ciudadanos de a pie. Triste, también, que sigamos perplejos observando el deterioro de la política, que se está pareciendo a un circo pobre de provincia, cuestión que en algo se debiera mejorar con el proyecto. (El Mercurio)

Felipe Irarrázabal