“No tengo ya porvenir en este mundo. La vida terminó para mí, terminó con la catástrofe que enluta a Francia, y con ella al mundo”, escribía Raïssa Maritain en 1940, exiliada en Nueva York. No le faltaban razones para la tristeza: gran parte de Europa era víctima de la locura nacionalsocialista. Lo sorprendente es que estas palabras figuran en el prólogo de un libro tan maravilloso como esperanzador: Las grandes amistades, una obra que, a pesar de los tiempos amargos por los que pasaba su autora, es un canto a la vida.
La locura de Hitler parecía entonces imposible de detener, su dominio del mundo se veía como un hecho que quizá se podría retardar un poco, pero que era inexorable. Tanto era así, que un año y medio después de las palabras de Raïssa, el escritor Stefan Zweig y su mujer, exiliados en el tranquilo Brasil, se suicidaron a comienzos de 1942. Pensaban que su vida había perdido todo sentido con el hundimiento de Europa. Justo antes, Zweig había escrito “El mundo de ayer”, donde exalta esa cultura que consideraba perdida para siempre.
No puedo dejar de pensar en ellos cuando veo a nuestro país inundado por el pesimismo. Los propios gobernantes frenteamplistas, en vez de tener alguna idea del daño que han provocado en distintas esferas de la vida social y corregirse, lamentan que ciertos infaustos acontecimientos les hayan impedido llevar a cabo su proyecto de rehacer el país.
Al otro lado, donde parece haber más lucidez para advertir la magnitud de nuestros males, empresarios, políticos y académicos están, salvo excepciones, embargados por una profunda desesperanza. Nuestra economía está estancada y casi nadie se atreve a invertir. Eso significa que los sueños de los más pobres quedarán frustrados una vez más. La educación está por los suelos (otro daño a los que tienen menos). En salud se vislumbra una catástrofe, cuyas consecuencias serán más o menos graves según el nivel de ingresos de cada uno. Y nadie parece ser capaz de detener el auge de la violencia, el único campo donde la burocracia estatal no pone obstáculos a la iniciativa privada.
Hay motivos para el pesimismo, pero uno de ellos es que con ese estado de ánimo es aún más difícil resolver nuestras dificultades. La desesperanza nos paraliza, nos mata, y agrava los problemas que ya tenemos. El país solo podrá salir de esta crisis si hay suficientes chilenos capaces de mirar a largo plazo, de levantar la vista más allá de sus problemas actuales. Esto no es un buenismo, sino la única manera de movilizar las energías que aún guardan nuestros ciudadanos.
Los líderes políticos deben soltar por un momento la calculadora que tienen en la mano, mirar al país a la cara y decirle la verdad: vienen años muy difíciles. La inversión, el empleo, la recuperación de la seguridad ciudadana, o la catástrofe educacional, no son variables que puedan ajustarse en los cuatro años del próximo gobierno. El daño que se ha hecho es muy profundo (incluyo aquí a Bachelet II, ahora que aparece en el horizonte el riesgo de una Bachelet III) y tomará largo tiempo salir adelante. Hay que hablar con la verdad, aunque se corra el riesgo de perder una elección. De lo contrario, quien gane solo podrá cosechar decepciones.
Si no pensamos en grande, jamás podremos superar los enormes obstáculos que están a la vista. Esto significa que, en el tiempo que le queda a Gabriel Boric, habrá que proceder con mucho sentido patriótico. Es imprescindible que el Gobierno pueda sacar adelante algunos proyectos en campos donde todos estemos de acuerdo: esos éxitos suyos beneficiarán al país. Para eso, La Moneda debe dejarse de niñerías; sin embargo, también tenemos que exigirle a la oposición una actitud acorde con la gravedad de la hora. Camila Vallejo señaló tiempo atrás que no era este el momento para vendettas. Se podrán decir muchas cosas críticas de ella, pero en esto tiene toda la razón.
Zweig se suicidó poco antes de que empezara el derrumbe del nacionalsocialismo. No consiguió esperar. Raïssa, en cambio, supo hacerlo. Por eso, justo dos años después, pudo escribir el prólogo del tomo segundo de su libro no ya para combatir la desesperación que antes la afectaba, sino para expresar su alegría por la victoria que venía. Lo notable es que, aunque los prólogos tienen un tono completamente diferente, el contenido del segundo texto, su tono esperanzador, es exactamente el mismo al del libro anterior, porque responden a una actitud vital.
Raïssa no era ninguna ingenua. Décadas antes, ella y Jacques, su futuro marido, habían decidido suicidarse, oprimidos por la estrechez de la filosofía materialista y relativista que se enseñaba en la Universidad de París de entonces, pues no conocían otro modo de pensar. Esa concepción de la realidad conducía al nihilismo, a pensar que nada en la vida tiene sentido. Sin embargo, antes de ejecutar esa decisión decidieron darse un tiempo. Querían buscar seriamente si en alguna parte encontraban razones que entregaran una razón a su existencia. Ellos las hallaron y de esa manera pudieron dar un contenido a sus vidas.
Quizá con los países pase otro tanto, aunque nuestra situación no sea comparable con la de entonces. No se trata de carecer de problemas, pues los tenemos y son gravísimos, sino de encontrar razones para dedicar nuestras vidas a resolverlos. (El Mercurio)
Joaquín García Huidobro