Ciertamente el proceso recién concluido es inseparable del anterior, abierto en 2019 por una decisión política —y no por el clamor de las masas—, en medio de un vacío de poder inédito en el Chile posdictadura. Todo esto, sin embargo, supone responsabilidades compartidas, y no solo del expresidente Piñera y sus ministros.
Es verdad que luego del 18-O La Moneda se vio debilitada y desorientada. Pero también lo es que la oposición de ese entonces validó expresa o tácitamente la violencia, instrumentalizando el caos en función de su agenda. Por un lado, se intentó derrocar al mandatario electo en las urnas. El PC ya pedía la renuncia de Piñera el 19 de octubre y en seguida, a pocos días del Acuerdo de noviembre, vendría una acusación constitucional en su contra (se le acusaría nuevamente durante la pandemia).
Por otro lado, desde la DC a la izquierda se condicionó todo diálogo a la aceptación de un proceso constituyente “establecido por la vía de los hechos”, según exhortó la “Declaración pública” opositora del 12 de noviembre de 2019 (el día más violento después del 18 de octubre).
El momento político actual es inseparable de esos y otros antecedentes, desde el “parlamentarismo de facto” y la fallida Convención de 2022 hasta los malogrados indultos presidenciales, cuyas consecuencias siguen latentes.
Si de verdad se busca favorecer el diálogo y “mirar en perspectiva” el itinerario de los últimos años —propósitos loables y necesarios—, las mentes más influyentes de las izquierdas no pueden limitarse a denunciar la paja en el ojo ajeno. Eso sería perpetuar la mezquindad que se instaló en 2019. (El Mercurio Cartas)
Claudio Alvarado R.
Director ejecutivo IES