Asistimos con interés a un round más de las viejas disputas entre socialistas y comunistas.
Son tantos y tan variados los desencuentros entre ambas colectividades —desde el final de la Segunda Guerra Mundial a la fecha— que en nada sorprende que los últimos días los socialistas quieran desbancar a una comunista de su feudo municipal, que una ministra del PC reemplace intempestivamente a una del PS en las tareas de enlace de una reconstrucción aún ficticia, en fin, que el PC arremeta contra el Presidente Boric y el PS salga a defenderlo.
Esto comenzó a pasar por allá por marzo de 1946, cuando distinguidos miembros del PS —del grupo de Rosetti y B. Ibáñez— se incorporaron al gobierno Duhalde, ante el estupor comunista que esperaba, dijeron, solidaridad socialista contra el Ejecutivo, ante la reciente masacre del 28 de enero en plaza Bulnes. Aquellos socialistas pasaron a ser, en lenguaje comunista, “reaccionarios fascistas y renegados”.
Pero la tortilla se dio vuelta rápido, con la incorporación de tres ministros comunistas al primer gabinete González Videla, entre noviembre de 1946 y abril de 1947. ¡Y con qué entusiasmo el PC le pasó la cuenta al PS! Se calculan en cientos los funcionarios socialistas exonerados y en, al menos, once los obreros socialistas asesinados por comunistas.
Por eso, algunos socialistas aprovecharon una nueva vuelta de la tortilla —el PC desbancado por Gabito— para votar en 1948 a favor del proyecto de Ley de Defensa Permanente de la Democracia. La “Ley maldita” fue posible con los votos de algunos “malditos socialistas”. El PS se rompió y esa división se expresó cuatro años después, en que Allende contó, para su primera candidatura, con los comunistas clandestinos y solo con una facción socialista. La otra apoyó a Carlos Ibáñez y se incorporó a su gobierno.
Recompuestas las relaciones por la alianza electoral de 1958, las tensiones volvieron a aflorar desde 1961, cuando el PC, por intermedio de Corvalán, hizo explícita su adhesión a la “vía pacífica”, mientras que los socialistas manifestaban su decidida inclinación a la vía armada, lo que se concretó en los congresos de Linares (1965) y Chillán (1967). Los intercambios epistolares entre el mismo Corvalán y los socialistas Ampuero y Rodríguez dejaron en claro qué diferentes eran, en ese momento, las percepciones comunistas y socialistas sobre el uso de la violencia.
Por supuesto, esa situación se hizo extrema durante la Unidad Popular cuando el PS, bajo control de Altamirano y los elenos, llevó a fondo su postura insurreccional, ante el estupor comunista que, leyendo correctamente la correlación de fuerzas, entendía que, en ese escenario, el proyecto unipopulista estaba condenado al fracaso.
Desde mediados de los 80, una fracción socialista, la de Almeyda, hizo causa común con los comunistas en el MDP; la otra se integró en la Concertación para el plebiscito del 88 y, desde esa plataforma, consintió durante años en la exclusión parlamentaria del PC hasta que, por un mecanismo de omisión, permitió la llegada de comunistas a la Cámara de Diputados. Nada de amistades tan fáciles.
Después vino la Nueva Mayoría con Bachelet II, y todos, socialistas y comunistas, vivieron juntos y felices. Pero, de nuevo, hubo aguas separadas en la elección de Boric y, ahora, integradas ambas colectividades en el gobierno… ya se sabe cómo están las cosas.
Todo esto, toda esta larga historia de rivalidades y discriminaciones, ¿por qué? La razón es muy sencilla. Fuera del poder, el PC siempre busca la alianza con los socialistas, para después, en el poder, establecer su afán hegemónico… a costa de quien sea.
Hace tiempo que el PS conoce la fórmula. (El Mercurio)
Gonzalo Rojas