Aún recuerdo con nostalgia, y confieso también que con un dejo de angustia, una tarjeta de Navidad del Presidente Ricardo Lagos, en los inicios de su gobierno, en que nos convocaba a los chilenos a unirnos en pos de la meta de lograr el desarrollo para el aniversario del bicentenario de 1810. Y lo creímos. Y surgieron los planes y los sueños y las ilusiones. Y nos debatimos acerca de si íbamos a llegar a ser para entonces un país como España o como Portugal. Luego lo aplazamos y soñamos que alcanzaríamos el anhelado desarrollo para el verdadero bicentenario de la Independencia, en 2018. Más tarde, la idea misma del crecimiento económico desapareció como meta deseable para el país y todo lo logrado hasta entonces pasó a ser anatema y descrito como “esos malditos 30 años”. Ahora, había llegado el objetivo avasallador de la igualdad y de la refundación de la nación.
Pasar un día en España nos trae el más cruel despertar y la constatación de cuán lejos estamos de esas esperanzas de entonces, ahora marchitadas por la dolorosa realidad que enfrentamos como país. Madrid, una ciudad majestuosa y señorial, impecablemente limpia, sin grafitis ni carpas en los parques, sin campamentos que surgen como callampas en terrenos usurpados, con gente amable, bien educada, en su lenguaje y en sus modales, donde las cosas parecen funcionar con precisión, más allá de las críticas que puedan existir hacia el gobierno central. Una metrópoli donde, en el Museo del Prado, un grupo de escolares de una escuela pública, sentados en el suelo frente a un cuadro, muestran avidez por entender, y una profesora los estimula a mirar, analizar y comentar. Un país donde un conductor, trabajando en una casa particular en un pequeño pueblo andaluz, puede vivir en una casa de 400 metros, producto del trabajo de una vida, con un frondoso huerto en su jardín.
Frente a este contraste entre un país desarrollado y el nuestro, que parece alejarse de la meta, tenemos dos opciones: resignarnos a la pobreza que corroe o volver a recuperar las esperanzas. Y como ya hemos dicho, la esperanza es un deber cívico irrenunciable.
Por eso, he tratado de revivir cómo era el país que algún día soñamos. De más está decir que constituíamos una nación en torno a ciertos conceptos básicos: el respeto de los derechos y de la dignidad de cada uno, la determinación inamovible de resolver nuestras diferencias a través de las instituciones democráticas y sin violencia y poner fin definitivo a un destino ineludiblemente determinado por la cuna. Buscábamos un país empeñado en lograr condiciones materiales para superar la precariedad de las clases medias, siempre amenazadas por un cruel retorno a la pobreza; y para liberarnos de verdad, de una vez por todas, de la miseria y la pobreza, y dejar atrás una juventud sin sueños ni esperanzas. Sabíamos que el crecimiento económico no era un fin en sí mismo, pero sí el medio indispensable para todos los avances de la civilización.
Así, tendríamos una economía vigorosa, se crearían nuevos empleos, con mejores salarios, y recaudaríamos más recursos en pro de un desarrollo más integral y equitativo. Nuestros compatriotas vivirían en viviendas compatibles con la intimidad que exige la vida familiar, en ciudades donde la belleza importara; los enfermos no tendrían que esperar por meses sin diagnóstico ni atención.
La varita mágica para todo lo anterior era lo que el Presidente Piñera una vez llamó la “revolución copernicana” en la educación pública, adecuando currículums, permitiendo una diversidad de proyectos educativos, mejorando los profesores, premiando el mérito, como el ingrediente insustituible para mejorar los aprendizajes y un mecanismo justo para asegurar la movilidad social. Y de este modo, al fin habría más oportunidades para todos.
¿Soñábamos despiertos o podemos retomar el camino? (El Mercurio)
Lucía Santa Cruz