Los errores conceptuales subyacentes a la discusión política actual son muy malos consejeros a la hora de intentar caminos de racionalidad. Proliferan muchas ideas equivocadas en todos los grupos, pero la confusión entre lo que significa ser “liberal” o “conservador”, en la filosofía política y en la práctica histórica, se ha transformado en un obstáculo importante para el necesario entendimiento entre las distintas corrientes de la derecha.
Parte del problema proviene del hecho de que muchas veces parecen ser utilizados como epítetos más que como conceptos científicos. Vargas Llosa ha escrito que su primer encuentro con estas categorías lo llevó a creer que ser “liberal” era ser libertino; y “conservador” era ser “cómplice de toda la explotación y las injusticias de que son víctimas los pobres del mundo”.
Reconozco que me violento cuando se define a figuras como Trump, Bukele o Bolsonaro como “conservadores”, y pienso que pensadores como Burke, Tocqueville, Oakshott, Aron y el mismo Andrés Bello, se revolcarían en sus tumbas y rechazarían vigorosamente cualquier paternidad, respecto no solo a los postulados promovidos por esos personajes, sino, más aún, respecto a sus prácticas políticas. Porque si hay algo que caracteriza al conservantismo clásico es la moderación y la prudencia, que son la conclusión lógica de sus creencias más profundas.
Como dice Oakshott, el conservantismo no es tanto una doctrina como una actitud. “Ser conservador significa inclinarse a pensar y a comportarse en determinada forma; es preferir ciertos tipos de conducta y ciertas condiciones de las circunstancias humanas a otras; se resumen en una propensión a usar y disfrutar de lo que se dispone en vez de desear o buscar otra cosa; a deleitarse con lo presente más que con lo pasado o futuro; es tener una adecuada gratitud por lo disponible y, por consiguiente, el reconocimiento de la herencia del pasado; pero no existe ninguna idolatría por lo que ha pasado o se ha ido”.
El ser conservador no excluye el cambio, pero es reacio “a sacrificar las generaciones presentes en aras de un bien eventual para la humanidad del futuro”. Es escéptico respecto a los derechos abstractos; cree que las instituciones son generadas en el tiempo, por la historia y la experiencia, más que por la perfección teórica, y busca un equilibrio entre la libertad y la cohesión social que proviene de una sociedad civil que media entre el individuo y el Estado.
El pensamiento conservador nació como una reacción frente al dolor producido por la Revolución Francesa; por la violencia que engendró y por el cambio radical y la transformación abrupta que promovió de todas las expresiones del acontecer humano.
Mario Góngora apelaba a que en Chile el conservantismo surgió en una versión peculiar, precisamente porque no habíamos experimentado ese pathos, ese dolor de la experiencia revolucionaria. Y es así que el eje divisorio entre liberales y conservadores chilenos en el siglo XIX se refiere casi exclusivamente al papel que podía jugar la religión en una república que era crecientemente laicista.
En este sentido, nunca existió entre ellos una clara dicotomía en sus raíces históricas. Es así, por ejemplo, que en términos económicos fueron pensadores y políticos conservadores, como Abdón Cifuentes y Zorobabel Rodríguez, los grandes defensores de la libertad económica; fueron también los dirigentes conservadores quienes, para resguardar las prerrogativas de la Iglesia Católica, defendieron las libertades individuales y los derechos liberales clásicos como la libertad de asociación, la libertad educacional y el derecho a reunión; y fueron también los promotores de “la cuestión social”.
¿Podrá esta conjunción de un “liberalismo conservador” actuar como una base sólida para aunar a las derechas? (El Mercurio)
Lucía Santa Cruz