Casi por tres décadas, desde el retorno de la democracia en 1990 y hasta octubre de 2019, Chile construyó una reputación como un país serio y confiable. Lamentablemente, desde el estallido social, hemos perdido esa reputación. Para recuperar el sitial del país más serio y responsable en América Latina, que nos ganamos con mucho esfuerzo, vamos a tener que trabajar mucho. Un primer paso es que las autoridades dejen de hacer promesas irresponsables, abandonen proyectos que malgastan recursos, y sean capaces de ponerse de acuerdo en los temas urgentes que llevan años esperando una solución razonable, como la reforma de pensiones o la educación de calidad.
Es innegable que Chile había construido, con mucho esfuerzo, una reputación envidiable en la región. Muchos en otros países del continente miraban a Chile como un ejemplo de economía que funcionaba bien, con niveles de inclusión crecientes e incuestionables éxitos en el combate a la pobreza. La economía crecía, la desigualdad iba a la baja, las oportunidades se multiplicaban y los problemas se iban solucionando. La clase política era capaz de ponerse de acuerdo y gobernaba con responsabilidad y visión de futuro.
Pero a mediados de la década pasada, la economía dejó de crecer y la puerta que permitía el acceso a la tierra prometida de la clase media se comenzó a cerrar. El descontento se empezó a acumular y, eventualmente, se produjo el estallido social de octubre de 2019. Desde entonces, hemos seguido a trastabillones confirmando la sospecha de que ya no somos lo que alguna vez fuimos.
La respuesta de la élite política ante el estallido social fue la peor respuesta imaginable. En vez de demostrar madurez para solucionar rápidamente el problema de las pensiones y para promover el desarrollo económico y la creación de más y mejores empleos, la élite política decidió ofrecer a la gente un remedio que nunca ha funcionado en ninguna parte de América Latina. Cuando la élite debió decirle a la gente que se iba a necesitar sacrificio y mucho trabajo para retomar el sendero correcto del desarrollo sostenido, nuestros líderes políticos nos ofrecieron en cambio una píldora milagrosa que solucionaría mágicamente todos nuestros problemas: un proceso constituyente. La gente se compró mayoritariamente esa mentira y nos embarcamos, muchos con desmedido entusiasmo, en un camino inviable que terminó en decepción, descontento y desconfianza con la clase política y las instituciones democráticas.
Pero como al desdichado, las desdichas le buscan, una vez que entramos en la ruta del proceso constituyente, los chilenos -igual que un alcohólico en recuperación que vuelve a caer en el vicio- comenzamos a comportarnos de forma irresponsable en otras áreas. En pandemia, los retiros de los fondos de pensiones hicieron un daño profundo a nuestra reputación, a la estabilidad económica y al mercado de capitales.
Cuando el país abandonó esa saludable práctica de adoptar políticas públicas basadas en la evidencia, comenzamos a ir cuesta abajo en la rodada y la clase política empezó a correr el cerco en la adopción de políticas irresponsables. El sólo hecho que el gobierno esté discutiendo una propuesta de condonación de las deudas del CAE demuestra que la clase política perdió todo pudor y ya olvidó que alguna vez Chile fue un país que se preciaba de su disciplina fiscal y de la focalización de los recursos hacia los que más los necesitaban.
A pocos días de que el Presidente Gabriel Boric entregue su tercer discurso anual ante el Congreso, hay pocas esperanzas de que el gobierno vaya a volver actuar de forma fiscalmente responsable. También hay pocas expectativas de que La Moneda sea capaz de lograr un acuerdo con la oposición que permita aprobar una reforma de pensiones razonable que fortalezca y mejore el sistema de capitalización individual.
El debate de cara al discurso del 1 de junio se centra más bien en qué tan irresponsables van a ser las promesas del Presidente y en qué ofertón hará el gobierno para tratar de minimizar el revés electoral que se espera para las elecciones de octubre.
En el pasado, Chile fue exitoso porque la élite política se comportaba con seriedad y responsabilidad y el resto del mundo nos veía como un país atractivo para invertir. Desde el estallido social de 2019, hemos dinamitado esa reputación. No va a ser fácil volver a recuperar la confianza, especialmente porque estamos en una región que en general crece menos que otros países en vías de desarrollo y es más proclive a las irrupciones populistas.
Tal vez el único rayo de esperanza es que ya fuimos capaces de mostrarle mundo que podemos ser un país serio y confiable. Reconstruir una buena reputación siempre es un desafío complejo, pero no es una imposibilidad. Después de cuatro años y medio de haber dejado de comportarnos como un país serio, es momento de empezar a trabajar para volver al sendero correcto. (El Líbero)
Patricio Navia