Charles Maurice de Talleyrand-Périgord fue uno de los hombres más poderosos de la Europa de la transición entre los siglos 18 y 19. Y también uno de los más inteligentes y hábiles. Tenía que serlo para lograr todo lo que logró: sacerdote (llegó a ser obispo), político, estadista (fue el canciller de Francia por excelencia). Y lo consiguió atravesando regímenes y gobiernos tan disímiles como el reinado de Luis XVI, la Revolución Francesa, el Imperio Napoleónico y la restauración monárquica. O sea que sí debe haber sido muy inteligente. Tanto que fue capaz de resumir en una frase la mejor descripción del peor desempeño que quepa a un político: “Es peor que un crimen: es un error”.
El catálogo de errores políticos que son peores que un crimen admite casi de todo. Los hay que se cometen por ambición y los que ocurren por la estulticia del operador. Pero probablemente el peor de todos, el más lamentable y el que suele acarrear los mayores daños, es el que comete aquel que quiere pasarse de pillo.
El ministro Elizalde es reconocido por todos como uno de los políticos más hábiles de Chile. Casi tanto como Talleyrand. Es el líder indiscutido de la tendencia que ha conducido su partido durante los últimos años. Y, sobre todo, goza de una bien ganada fama de experto electoral, la que le permitió ser electo senador por una circunscripción en la que nadie le auguraba el triunfo. Seguramente esa habilidad viene de lejos y fue la que le permitió ser un líder estudiantil en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile y en la Universidad toda.
Y, si era hábil en las lides políticas universitarias, en las que la rapidez, la maña y la trampa son las formas que asumen la habilidad y el talento; no hay ninguna razón para dudar que esas virtudes no sólo lo siguen acompañando, sino que probablemente se han pulido y agudizado.
O eso es lo que parece, al menos, a la luz de los últimos desempeños del ahora ministro. La anterior lo llevó a operar hábilmente, hasta lograr los votos que necesitaba la diputada Cariola para alcanzar la presidencia de la Cámara de Diputados. Tan hábil fue, que el voto que decidió todo se logró gracias a un diputado de quien algunos de sus colegas piensan que no está muy bien de la cabeza y al que se le compensó adecuadamente con la vicepresidencia de la corporación. Que nadie diga que esa no es habilidad digna de la política estudiantil o de una asamblea de Centro de Alumnos.
Pero la más espectacular demostración de esa destreza, originada en los duros campos de batalla estudiantiles en los que todo vale (incluido el cerrar con cadenas la entrada a una asamblea para dejar a los adversarios afuera o cortarle el micrófono al orador rival), fue la maniobra con que ha intentado desincentivar el voto de extranjeros que él seguramente estima irían a apoyar a la oposición.
Como es sabido, primero intentó, con el apoyo de algunos parlamentarios tan hábiles como él, eliminar la multa al voto obligatorio lo que, sin alterar esa obligatoriedad, lo convertía en la práctica en voluntario al no sancionar la falta. ¿Inteligente? Parece que no tanto porque la maniobra fue advertida y rechazada originalmente por los senadores de oposición y también por algunos de gobierno, probablemente afectados de vergüenza ajena.
Entonces el ministro recurrió a su golpe maestro, a una maniobra llena de talento y maña, digna de los más duros refregones de asamblea en la Escuela de Derecho. Sin decir nada, sin proclamarlo, sin ufanarse de ello, cambió una palabra en el texto de la Ley que habría de aprobarse. Sólo una. Una palabrita que bien podría haber pasado desapercibida. Es más, él ni siquiera fue a la reunión en que se discutiría el tema: envió a su subsecretaria que presentó el texto con la mayor inocencia. Cambió la palabra “electores” por “ciudadanos” para establecer quiénes iban a ser penalizados si no votaban y, con ello, dejó sin sanción a los extranjeros. Algo, es de suponer, que él estima que puede incentivar a esos extranjeros a no votar y con ello restarle apoyo electoral a sus opositores.
Pero no pasó desapercibida y, quizás, ni siquiera hubiese pasado desapercibida en la asamblea de estudiantes de la Escuela de Derecho. Es que los tiempos han cambiado y la época de las travesuras de asamblea parece haber quedado atrás. Y si no ha quedado atrás para la asamblea de estudiantes, las travesuras sí tienen vedada la entrada al Senado, en donde los senadores se demoraron sólo minutos en descubrir lo que quizás algunos hayan calificado de “pillería”.
Sin embargo, el daño ya estaba hecho y, en medio del alboroto -ese sí de asamblea estudiantil- que siguió, el proyecto que permitiría que las elecciones de octubre se realizaran en dos días quedó en suspenso. Durante el embarazoso momento que produjo el descubrimiento in fraganti del ministro tratando de hacer pasar su maniobra (sí, es probable que algunos la hayan llamado “pillería”), el gobierno, aparentemente ruborizado, declaró que mediante veto repondrían la multa al voto obligatorio. Sin embargo, han pasado los días y dicho veto o modificaciones al proyecto original no se han presentado (o por lo menos no hasta el momento que escribo estas líneas). La sospecha que ha comenzado a alentar en las filas opositoras es que ese veto podría reproducir la idea de Elizalde, lo que lo llevaría a ser rechazado en el Senado y por lo tanto las cosas, en octubre, quedarían como antes del intento de modificar la Ley: se votaría en un día y sin voto obligatorio.
Si las cosas se dieran de ese modo (y no hay manera de saber cómo van a ocurrir porque nadie sabe a ciencia cierta qué piensa el gobierno sobre este tema en medio de declaraciones contradictorias entre sí), se podría decir que Elizalde ganó. Que la astucia y la maña se impusieron y la pillería (sí, creo que yo también la voy a llamar pillería), triunfaron. De ser así sólo cabría lamentarlo. Si un ministro de Estado, alguien sobre cuya autoridad está sólo la autoridad del Presidente de la República, puede imponer trucos de asamblea estudiantil sobre un poder del Estado, es que la calidad tanto de nuestros políticos como de nuestras instituciones ha decaído hasta arrastrarse por el suelo.
Pero lo cierto es que Elizalde no ganó. Cometió lo que Talleyrand llamaría algo peor que un crimen: cometió un error. Demostró que las ilusiones que muchos nos habíamos hecho con relación al cambio de actitud del gobierno respecto a la importancia de la labor que le cabía desempeñar, era falaz. Que incluso personeros del socialismo democrático, que hasta ahora representaban la madurez del gobierno, podían comportarse de manera vulgar si se les da la oportunidad. Un error cuya gravedad sólo se puede mensurar correctamente si se tiene en consideración que, hasta este momento, la oposición había demostrado poca pero alguna disposición a dialogar con el gobierno, a considerar sus proposiciones en materia previsional y de pacto fiscal. ¿Será consciente Álvaro Elizalde de que después de haberle metido el dedo en la boca a esa oposición y a todos quienes creen en una democracia inclusiva que mira en pie de igualdad a los extranjeros, les ha entregado a sus adversarios el mejor argumento para dejar de dialogar? (El Líbero)
Álvaro Briones