“Al anochecer de diciembre de 1991, uno de los hombres más poderosos del mundo llega con su mujer a la embajada de Chile en Moscú, en la calle Yunosti, del arbolado suburbio de Riezanki. Viene a iniciar el penúltimo acto de la tragedia planetaria que le ha sido deparada”. Así comienza Ascanio Cavallo (“La Historia Oculta de la Transición”) su crónica sobre la explosiva irrupción de Erich Honecker en los delicadísimos momentos en que se iniciaba la transición.
Clodomiro Almeyda, el embajador en Moscú, estaba de consulta en Santiago, pero su esposa Irma Cáceres no dudó un minuto y dio refugio a la pareja formada por el exjerarca de la República Democrática Alemana y su esposa Margot. Los había conocido durante su largo exilio en Berlín, y según dijo, le pidieron ayuda por el delicado estado de salud del líder comunista.
La reacción de las autoridades locales y del gobierno de Bonn fueron inmediatas y coincidentes: Honecker debía dejar de inmediato la embajada para enfrentar el juicio que le esperaba en Alemania por su responsabilidad en la violación de los derechos humanos, incluyendo la estela de muertes de quienes intentaron cruzar el Muro para huir de la RDA.
Ni Aylwin ni su canciller Silva Cimma creyeron la historia de los Almeyda, que presentaron el episodio como algo no planificado. Tampoco la oposición, que amenazó con una acusación constitucional al canciller por su falta de proactividad ante el bochorno al que había sido sometida la diplomacia chilena, exigiendo la inmediata cesación del embajador Almeyda.
El Presidente dio su respaldo a Silva Cimma, pero la contracción de su rostro delataba la ira con su viejo amigo y ahora aliado. No era para menos. El Partido Socialista le había hecho ver que la expulsión de Honecker de la sede chilena en Moscú, o desautorización del embajador Almeyda, serían un “golpe intolerable” que le obligaría a abandonar el gabinete, romper la Concertación y levantar un candidato propio —seguramente al propio Almeyda— en las siguientes elecciones presidenciales. De hecho muchos dirigentes socialistas habían sido acogidos con sus familias en la RDA, y argumentaban que la solidaridad hacia los Honecker era una cuestión de orden “ético y moral”, como advirtiera Ricardo Núñez.
Aprovechando sus estrechos nexos con Bonn, Aylwin intentó abrir una negociación directa aduciendo el estado de salud del viejo líder comunista, pero Alemania lo rechazó y aumentó aún más la presión.
En los pasillos de la Cancillería se urdió entonces la idea de encargar a un diplomático de amplia trayectoria, James Holger, para que actuara de mediador en este asunto sin afectar la posición de Almeyda, quien permaneció en Moscú cumpliendo funciones meramente protocolares. Fue así como se arribó a un acuerdo tácito (“entre caballeros”, lo tilda Cavallo) que condujo a que el 22 de julio Honecker dejara la embajada para ser enjuiciado en Alemania, donde fue condenado. En enero de 1993, sin embargo, fue liberado por su situación de salud y viajó a reunirse con su familia en Chile, donde falleció. De este modo, Aylwin logró, al mismo tiempo, superar una seria crisis diplomática y salvar a su gobierno y a su coalición de un quiebre de imprevisibles consecuencias.
Esta sabrosa historia me vino a la memoria a raíz del desacuerdo entre un partido de la actual alianza gobernante con la posición adoptada por Chile, a través del Presidente Boric, ante las elecciones en Venezuela. Esto ha llevado a que muchos rasguen vestiduras y exijan una suerte de examen de conciencia al interior del oficialismo dirigido a juzgar la fidelidad de cada uno con los valores democráticos, y pidiendo la exclusión de quienes no pasen la prueba, no importando las consecuencias. Ante esta pretensión es imposible no recordar con admiración la sabiduría del Presidente Aylwin. (El Mercurio)
Eugenio Tironi