Dejé Chile a fines de 1973, amparado por el asilo de una embajada. Volví doce años más tarde, cuando la dictadura decidió levantar la prohibición de regresar que pesaba sobre mí.
Mi juventud de entonces me permitió adaptarme al país que aceptó cobijarme e integrarme a su vida, su cultura y muchas de sus actividades, que hice mías. No ocurrió lo mismo con la mayoría de las personas que corrieron mi misma suerte. Ellos nunca pudieron adaptarse, siguieron sintiendo, permanentemente, el lacerante dolor de la lejanía de su tierra y de sus familias. En sus casas levantaban “rincones chilenos” en los que podían verse fotos de lugares de Chile que seguramente nunca habían visitado pero que, allá, sentían como propios; un poncho chileno si era posible, una bandera desde luego, quizás un sombrero de huaso conseguido quién sabe cómo.
En una época en que no existían los teléfonos celulares ni la Internet ni los canales internacionales de televisión y un simple llamado telefónico internacional podía resultar prohibitivamente caro, hurgaban noticias en los lugares más insospechados. Una revista de otro país recogida de una papelera podía convertirse en una valiosa fuente de información. Cotidianamente examinaban las páginas internacionales de la prensa local con la desesperación de quien siente que se le va la vida si no encuentra mención, una línea, dedicada a Chile… y la mayoría de los días esa línea no existía y ellos sentían que su país se había alejado un poco más.
Lo que buscaban era una evidencia, así fuera mínima, de la posible realización del anhelo que colmaba por entero sus existencias: volver a Chile. Llenaban sus días de significantes ilusorios: si por casualidad escuchaban en una radio local una canción de Inti Illimani o Quilapayún, corrían a informarlo a amigos y compañeros como evidencia cierta de que algo importante había ocurrido en Chile, algo que preanunciaba la posibilidad de su retorno. Vivían de ilusiones y morían un poco con cada desilusión.
La misma ilusión y la misma dolorosa desilusión que pude ver el domingo pasado anidando en el pecho de cada venezolano y venezolana que, en iglesias, plazas, calles y paseos de muchas ciudades de Chile, creyeron ver que se abrían las nubes de su cielo sólo para volver a cerrarse cruelmente poco después.
Dos situaciones de esa jornada me quedaron grabadas. La primera fue el llamado de un amigo de Puerto Montt que se comunicó conmigo temprano en la mañana para contarme que la Catedral de la ciudad estaba rebosante de venezolanas y venezolanos que habían concurrido a una misa como preludio de su despliegue por el centro de la ciudad a esperar el resultado de la elección. Él se había acercado a conversar con una de ellas para peguntarle qué querían, por qué hacían lo que estaban haciendo. La respuesta fue la que yo habría podido anticiparle: “queremos volver a Venezuela”, ello dicho después de hacer referencias elogiosas a Chile y a la generosidad con que aquí los habíamos acogido. Mi amigo entonces preguntó por qué querían regresar si aquí se sentían bien y la respuesta fue: “es que aquí hace tanto frío”. Y yo habría podido anticipar esa respuesta porque sé bien que ese mismo frío lo sienten sus compatriotas donde quiera que estén, así sea un clima tropical. Es el frío que siempre se va a sentir cuando se vive forzadamente lejos del lugar al que se pertenece.
La segunda situación tuvo lugar minutos después de que Elvis Amoroso entregara su cínico informe declarando triunfador al que, con esa unción, se consagró definitivamente como dictador. Fue la entrevista a un venezolano en alguna calle de Iquique. El hombre, que seguramente hasta unos minutos antes había estado cantando y bailando junto a sus compatriotas, ahora simplemente lloraba. Intentó balbucear alguna respuesta a la pregunta que le hacía el entrevistador y terminó callando para, luego de unos segundos, volviendo al llanto y sin dirigirse a nadie en particular o dirigiéndose a todos, decir: “y ahora, ¿quién nos va a ayudar?”
Muchas de esas personas han estado conviviendo con nosotros por años. Han sido nuestros compañeros o compañeras de trabajo o han trabajado lealmente a nuestras órdenes. Algunos nos han conducido en un taxi y otros nos han atendido como médicos o dentistas. Y muchos, también, han llegado a ser nuestros amigos. A partir de ahora probablemente se encuentren más desvalidos que antes. Van a ver incrementarse las dificultades para realizar los trámites más simples en su país y con ello van a ver incrementarse también las dificultades para cumplir sus obligaciones legales en el nuestro. Van a tener dificultades para saber de sus parientes y amigos allá y van a aumentar sus dificultades para ayudarlos. Y lo que, por encima de todo va a aumentar, va a ser la necesidad de sentir un poco de calor en medio de todo ese frío: el calor que puede brindarle un gesto de amistad o una palabra de solidaridad.
No debe preocuparnos tanto que “vayamos a ser invadidos por nuevas olas de inmigrantes”, como de la forma de ser solidarios con quienes tenemos cerca y con quienes vendrán si la dictadura que asuela su país termina por consolidarse y provocar la expulsión de muchos más. La situación exige que seamos conscientes no sólo del problema humano de cada uno de esos venezolanos y venezolanas que hoy viven con nosotros, sino de la catástrofe humanitaria que significará para el mundo otros cientos de miles, probablemente millones, deseando huir de aquello en que esa dictadura convertirá su país.
A nosotros, en Chile, nos corresponde solidarizar con quienes ya están aquí. Y al Estado chileno le corresponde concentrar sus fuerzas, primero, en contribuir a generar la mayor presión internacional y las vías de solución para que la dictadura ceje en su intento de perpetuarse y abandone pacíficamente el escenario. Y si eso no ocurre, recanalizar esos esfuerzos a lograr vías de solución internacional al problema humanitario que inevitablemente habrá de generarse.
Naturalmente debemos preocuparnos de proteger nuestras fronteras, pero en este caso esa protección pasa por bridar una solución mancomunada con nuestros vecinos y el resto del mundo, a la tragedia humanitaria que provocará la perpetuación de la dictadura de Nicolás Maduro.
Para que la desilusión de esos seres humanos, nuestros semejantes, sea menos dolorosa y sepan que siempre habrá alguien que pueda ayudarlos. (El Líbero)
Álvaro Briones