La OEA calificó la reciente elección presidencial venezolana como la manipulación más aberrante que se haya conocido. Gobiernos y organismos internacionales han ido más o menos en la misma línea de condena. Imposible negar la audacia del sátrapa al adjudicarse la reelección mediante un fraude de tales proporciones. Sin embargo, no es para nada sorprendente.
La llamada cuestión del poder en ese tipo de dictaduras está del todo resuelta. En el caso venezolano ello ocurrió apenas Chávez tomó el gobierno, introdujo prácticas despóticas y se auto-satelizó respecto a La Habana, generando una curiosa confederación estatal. A pesar de todo ello, muchos en la región tomaron con liviandad el proceso venezolano.
Chávez fue tomado como si fuese un militar nacionalista con buenas intenciones. Algo lenguaraz, pero simpaticón. Dotado de hilarante expansividad caribeña, aunque inocuo. No más que un torpe populista. Tras fallecer, apareció en escena un heredero, captado de inmediato como más tosco y algo antipático, pero que, por alguna razón insondable, debía ser aceptado. A esas alturas, la famosa revolución bolivariana (una mezcla amorfa y disparatada de bolivarianismo, cristianismo de base, marxismo y sueños ancestrales asociados al cacique Guaicaipuru), se convirtió en el sistema nervioso central del llamado Grupo de Puebla.
Así fue hasta ahora. Hasta que, obnubilado por la naturaleza de todo régimen dictatorial, Maduro cometió un fraude tan extremadamente burdo, que muchos de sus antiguos partidarios ven el actual momento post-electoral como un bochorno. Una desilusión. En varios se advierte una pizca de arrepentimiento. Sin embargo, poco se habla de la tremenda ingenuidad ante lo ocurrido. Fidel Castro, Ceauscescu hicieron lo mismo y por décadas.
Un notable sociólogo estadounidense de mediados del siglo pasado, Daniel Bolotsky (conocido también como Daniel Bell), quien examinó el fin de los relatos ideologizados de manera bastante temprana, sostenía que toda sociedad (y cada generación) tiene sus propios ideales que no sólo se agotan de muerte natural, sino que se van pulverizando escalonadamente. Van sufriendo momentos de inflexión, que empiezan a minar su capacidad de reproducción y renovación. Los más afectados son siempre quienes enarbolan ideales radicales, al sentirse traicionados por momentos imprevistos, asociados a la citada cuestión del poder. “Cada generación radical tiene su Kronstadt”, escribió. Aludió así a una rebelión de marineros (ingenuos), que habían formado la tripulación del crucero “Aurora” en la antigua Rusia, desde donde comenzó el asalto al palacio de Invierno. Como se sabe, esta rebelión fue brutalmente aplastada por los bolcheviques a inicios de los años 20. Kronstadt simboliza la desilusión.
Las explicaciones de entonces fueron tan burdas como las de otros dramáticos casos vividos con posterioridad. Slánský en la República Checa, Padilla en Cuba, Ochoa y los hermanos De la Guardia también en la isla, así como innumerables otros sucesos que remecieron la conciencia histórica. Ahora ocurre lo mismo con estas elecciones presidenciales venezolanas, que vienen a remecer las conciencias democráticas.
Por ello, el mérito de esta obscena reelección de Maduro radica en que obliga a pensar la vida democrática de cada país según sea el valor que las fuerzas participantes le otorgan intrínsecamente a la democracia.
La tragedia electoral venezolana sugiere poner atención en algunos asuntos esenciales para la percepción democrática. Son esas viejas dudas de la vida política. ¿Cuál es el objetivo de una elección? ¿Para qué se convoca a votar? ¿Qué sentido tienen estos procesos? ¿Quiénes deben participar?
Maduro optó voluntariamente por escenificar estos comicios. Fue una decisión que -hay que reiterarlo-, no es excepcional, aunque sí muy extraña.
No es excepcional, pues ocurre que todos los regímenes, independientemente si son democracias o dictaduras, llevan a cabo elecciones. Sí es extraña, pues todos los regímenes no democráticos, sean dictaduras totalitarias, autoritarismos o democracias defectuosas, no asumen las elecciones como condición para designar a sus dirigentes más conspicuos. No necesitan recurrir a mecanismos estandarizados y reconocidos de participación ciudadana para validar sus decisiones.
La duda entonces es, ¿para qué hacen elecciones si no son dirimentes?
En principio, todo esto pareciera tener una buena dosis de absurdo. Larry Diamond ha estudiado numerosos ejemplos de estas democracias sui generis, que, como él, denominan lisa y llanamente electoralistas. Su preocupación básica es ejecutar comicios con cierta prolijidad. No es raro ver países árabes y africanos llamando a elecciones presidenciales, aunque de antemano se sabe la nula incidencia de los resultados. Lo hacen sólo a manera de fachada, sostiene Diamond. Una exigencia formal de las democracias occidentales.
Y en los casos de América Latina, la pregunta es obvia. ¿Para qué querría un dictadorcillo, o un tiranuelo de poca monta, llevar a cabo elecciones, a sabiendas que no pasa de ser algo artificioso, propio de la pirotecnia?
Puestos en términos concretos, ¿para qué necesitó, por ejemplo, Fidel Castro llevar a cabo elecciones mientras estuvo en vida? Manejó el país literalmente como si hubiese sido su finca privada.
En el caso del régimen cubano -indiscutiblemente totalitario- hay un partido único. Pese a ello, se convoca a elecciones, en las cuales suele adjudicarse obscenos porcentajes. Posteriormente, tanto su hermano, Raúl como el sucesor, Miguel Díaz-Canel, también se han dado el trabajo de escenificar elecciones.
En la misma línea de razonamiento, también es sugerente reflexionar, ¿para qué necesita hacer elecciones Daniel Ortega, si expulsa del país a cuanto opositor y contradictor aparece?
Muchos ignoran que, exceptuando a Cuba, los llamados regímenes de partido único, si bien respondían a la idea de un partido a la cabeza del Estado, sobresalían en un contexto formado por un conjunto de partidos menores, y llevaban a cabo elecciones. Con partidos-títeres, y sabiendo de antemano los resultados, pero elecciones al fin y al cabo. En los de Europa oriental, ello respondía a un residuo histórico, pues la lucha anti-nazi había estado marcada por la concurrencia de fuerzas políticas diversas y los partidos comunistas eran minoritarios. Por lo tanto, las elecciones en Europa oriental (aunque ficticias) respondían a una imposición geopolítica.
En los casos de Cuba y Nicaragua es muy probable que la explicación se encuentre en la matriz occidental de ambos. Aunque ésta sea entendida como una petitesse, los Castros y Ortega asumieron la necesidad de escenificar elecciones como parte de una secuencia a extinguirse por sí sola en el tiempo. Un ejercicio superfluo. Difícil escapar a esa matriz cultural, pues ambos tuvieron formación jesuita, como bien ha estudiado Loris Zanatta.
Lo de Venezuela tiene peculiaridades instructivas. El régimen chavista-madurista, a diferencia del castrista, nunca ha sido totalitario, aunque sí con aspiraciones a serlo. En términos prácticos, ha sido autoritario, despótico y cleptocrático. No es un misterio que ha cometido toda clase tropelías imaginables. Nuevamente, en esas condiciones, ¿para qué necesitan llevar a cabo elecciones?
Hay algunos analistas que divisan en Chávez más trazos de admiración por Perón que por el modelo soviético y que su embelesamiento con Fidel Castro tenía más bien explicaciones sicológicas que políticas. Inclinarse ante el patriarca. La apreciación tiene cierto sentido. Como se sabe, Perón siempre estuvo interesado en combinar autoritarismo y populismo con trazos de democracia. Esto último, como una manera de darle al régimen un aire de cierta continuidad histórica. Entonces, no es descartable que la oligarquía chavista-madurista haya estimado que teatralizar elecciones ayudaba a incardinar su modelo con vestigios peronistas. Es posible.
En consecuencia, lo ocurrido fue un proceso electoral infame, por cierto. Pero que las fuerzas democráticas se pusieron una venda en los ojos ante Chávez y Maduro, también es cierto.
Finalmente, es obvio que de este nuevo episodio de realismo mágico se puede esperar cualquier cosa. No sólo por delirios personales de Maduro o su desesperación por sobrevivir. La historia venezolana muestra ejemplos desopilantes. Como el de Cipriano Castro, un tiranuelo de inicios de siglo que viajó a Europa para someterse a un tratamiento médico y dejó a cargo del gobierno a su compadre y mejor compinche de correrías, Juan Vicente Gómez. Este, apenas se enteró que su gran amigo ya estaba en alta mar, le envió un telegrama anunciándole que estaba derrocado. Tierra demasiado fértil en imaginación.
Por de pronto, Maduro acusó a Macedonia del Norte de intentar boicotear su reelección. (El Líbero)
Iván Witker