Día gris en Santiago. Decido visitar el Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA), que ha dado que hablar en las últimas semanas. Muchos comentan y discuten, pero no todos acuden a observar lo que ocurre en su interior.
Saludo la poderosa escultura de Rebeca Matte, subo las escaleras, entro al museo. Pese al día nuboso, la luz entra generosa por la cúpula de cristal. Me sorprende la bulla, pero el ruido trae buenas noticias: hay maestros pintando y restaurando el edificio que diseñó Emilio Jéquier. A pesar de los trabajos, en el hall se exhiben algunas esculturas. Allí está, por ejemplo, “La miseria”, con una madre e hija remecidas por el viento y la pobreza. Una obra de Ernesto Concha que me dejaba helada cuando visitaba el museo en mi infancia.
Turistas y estudiantes circulan por el espacio central. Cerca de 30 jóvenes, acompañados de una profesora, se forman en círculo para oír a la persona que los recibe en el museo. Curiosa, decido sumarme al grupo. Resuenan taladros y voces, pero escucho atenta las explicaciones.
Son palabras duras.
Se explica que el museo se construye buscando “iluminar a la sociedad” sobre lo que es la belleza y el buen gusto, “con una mirada patriarcal y paternalista” (la cúpula ejemplificaría esa luz que viene de arriba). Se agrega que un “grupo de hombres, descendientes de europeos, toman esta decisión por Chile, echando por tierra cualquier expresión de arte popular o de cultura tradicional”.
El diseño del edificio, con elementos europeos, fue realizado por un arquitecto “nacido en Chile, pero de padres franceses”, cuya propuesta arquitectónica, opina la persona que explica, “simbólicamente, me parece muy violenta”.
Luego se apunta a un escudo nacional que se sitúa en lo alto, rodeado de querubines. Nos enteramos que se decidió, políticamente, eliminar el huemul y el cóndor de ese escudo. “El huemul es una palabra en mapudungun y un animal que habita en territorio mapuche. Quitarlo fue un discurso, una declaración de principios. Algo muy violento, de violencia simbólica”.
El arquitecto Emilio Jéquier —quien, además del museo, proyectó la Estación Mapocho y la casa central de la UC— no queda bien parado. “Hay una higienización, por parte de la propuesta arquitectónica del museo, que va a negar parte importante de nuestra identidad chilena. No solo los pueblos originarios, sino el mestizaje, que se considera impuro”, se argumenta.
“Este es el museo, políticamente hablando. Históricamente es un museo racista, clasista y machista”, es una de las frases finales de esta “bienvenida” al museo. “Una visión que ha cambiado, no tanto, con las exposiciones organizadas en los últimos 15 o 20 años”. Los jóvenes asienten, nadie pregunta nada.
El trayecto sigue hacia una muestra temporal. No continúo el recorrido. Y me pregunto, con pena, si será necesario recibir a los visitantes del MNBA —entre los cuales hay muchos niños y jóvenes— con una perspectiva tan divisiva y política. Cada uno es libre de forjar sus opiniones, pero cuesta comprender, en un museo nacional, un mensaje con muy poca información sobre el contexto histórico y con escaso aprecio por quienes nos precedieron y lograron levantar, con esfuerzo, este espacio para la cultura.
Aunque tenga sus limitaciones, no todo lo que se construyó en el pasado —material o inmaterialmente— resulta despreciable. Emilio Jéquier nos dejó obras hermosas, que hasta hoy acogen a los santiaguinos. No sigamos alimentando, desde el Estado y desde nuestras instituciones culturales, visiones refundacionales y polarizadas que dejaron al país al borde del abismo. No más, por favor. (El Mercurio)
Elena Irarrázabal