El derecho inquebrantable de los electores a votar por sus representantes en el Parlamento y por las autoridades que deciden por ellos en el ámbito comunal y nacional está en la base de la democracia. Las elecciones, celebradas con la estricta regularidad que disponen la Constitución y las leyes, son la manifestación más elemental del sistema democrático. Allí donde no las hay la democracia simplemente no existe. Pero la realización de elecciones no significa que ella exista per se. Los regímenes dictatoriales las celebran, algunas veces profusamente, realizando simulacros de contiendas electorales que apenas disimulan sus vicios antidemocráticos. Los ejemplos sobran y el reciente de Venezuela no es, ni con mucho, el primero ni será el último.
Es cuando se produce el triunfo de la oposición al gobierno en ejercicio y éste reconoce ese resultado que se perfecciona la democracia y ésta opera en plenitud. Es cuando el gobernante, dotado del poder ejecutivo en todas las formas y amplitud que la ley le otorga, lo abandona ordenadamente cediéndolo sin condiciones al triunfador. El traspaso del poder, cuando éste cambia de manos desde el oficialismo gobernante a la oposición política, se transforma en la manifestación más virtuosa del sistema democrático. Es la prueba de fuego para las convicciones democráticas de los detentores del poder, el instante crítico cuando la democracia se juega su continuidad.
El traspaso a su opositor político de los nutridos poderes que ostenta el Mandatario, reconociendo que son los electores los que decidieron, en primer lugar, otorgárselos en su tiempo, los mismos que deciden removerlo para concedérselos a un opositor, es la expresión más pura de la alternancia y constituye un logro extraordinario de la modernidad civilizatoria.
Chile ha gozado de una democracia plena, en el sentido antes comentado, ya por más de un tercio de siglo, durante ininterrumpidos 34 años, y a pesar de nuestros problemas actuales no se avizora una amenaza en este ámbito en el futuro previsible. El Poder Ejecutivo ha sido traspasado impecablemente en ocho ocasiones -si se cuenta la del Presidente Aylwin a manos de Pinochet en 1990-, en cinco de las cuáles se produjo la alternancia en el poder. Todo indica que en la próxima elección presidencial esto, que viene sucediendo desde la contienda de diciembre 2009, se repetirá una vez más.
Pero las posibilidades que se produzca una falla en el proceso de alternancia en el poder no son pocas, desde las que se relacionan con el conteo de votos de una elección hasta las que incumben a las intenciones del gobernante en ejercicio -o de sus simpatizantes- de desconocer el resultado de las urnas. Si, por cualquier razón esgrimida por el incumbente, la alternancia producida en las urnas no se perfecciona y aquel retiene el poder, la democracia se interrumpe ipso facto derivando en una grave crisis institucional.
Casi podría decirse entonces que la alternancia es lo propio de las democracias plenas. Es de la esencia de un régimen democrático. Y lo propio de los regímenes iliberales -o de las dictaduras que realizan simulacros de elecciones democráticas- es su notoria ausencia. Típicamente la oposición triunfa en el contexto de un gobierno fallido o de una economía regresiva. Últimamente, el malestar que generan las élites gobernantes ha tornado más probable el triunfo electoral de las oposiciones que el del gobierno en ejercicio. Nuestro país parece ser un caso ejemplar en esta materia -el oficialismo ha perdido en las últimas cuatro elecciones presidenciales y podría perderla por quinta vez. La alternancia en el poder se ha transformado aquí en la norma.
Justo lo contrario a lo que ocurre en Venezuela desde hace ya 25 años. Allí, donde el contexto económico y social es de los más desfavorables que se pueda imaginar para un gobierno en ejercicio, no se ha producido la alternancia en el poder en ninguna de las elecciones presidenciales desde 1999, que han dado en la última, vaya sorpresa, el triunfo al gobernante Nicolás Maduro, reelegido -eso dice el Consejo Nacional Electoral- ahora para un tercer mandato suyo, que lo llevaría a gobernar por 18 años ininterrumpidos. Nada que se parezca ni por asomo a una democracia. Y pensar que hay quienes, con la abundante evidencia en contrario, la entienden como tal y se han apurado en reconocer los resultados de sus elecciones -no sólo de la última- como si lo fuera. Por cierto, el gobierno de Chile no es uno de ellos, entre otras cosas porque aquí la democracia se practica desde hace décadas sin falta ni vacilaciones, por duro que sea el fallo de los electores -recuérdese el plebiscito de septiembre de 2022- para el gobierno en ejercicio. (El Líbero)
Claudio Hohmann